por Mons. José M. Arancedo.
El tema de la despenalización de la droga es un tema que merece una seria y comprometida reflexión.
No se trata de una cuestión académica o de solos derechos privados y que pueda quedar en planteos teóricos, sino de reflexiones orientadas a clarificar principios de acción, sobre todo en el ejercicio de la autoridad pública.
Las determinaciones que se tomen hacen tanto a la vida y salud de las personas como al bien de la comunidad en su totalidad. Estamos ante una cuestión que no pertenece a la esfera sólo de lo privado, sino que hace al bien público de la sociedad. Creo que esta primera aproximación es importante para definir el alcance y las consecuencias de una posible despenalización de la droga.
Por momentos parecería que se llega al planteo de “despenalización” de las drogas, como resultado de un fracaso en las políticas llevadas a cabo. Es como decir, hemos perdido la guerra contra las drogas aceptémosla como una realidad ya instalada que no admite un juicio. Creo, además, que se maneja con mucha ligereza en estos casos el concepto de drogas blandas y drogas duras, como queriendo disminuir su nocividad o asimilarlas a otras adicciones.
Esto carece de una sólida base científica, por el contrario, es conocido el juicio de la ciencia sobre los daños irreparables que producen en la persona.
La Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, alertan frente a esta actitud. Cuando hablamos del consumo de drogas no hablamos de las adicciones en general, por ejemplo al tabaco, aunque sabemos que es perjudicial. Desconocer, o minimizar, las consecuencias irreparables que su uso implica, es un modo de complicidad pasiva con su consumo.
No se trata de criminalizar al adicto, a quién hay que ayudar y prevenir frente al daño que ello implica, sino de definir un juicio y una actitud llamada a tener consecuencias para el bien de la sociedad.
Es importante distinguir, en este tema, cuáles son los adictos más comprometidos. La población más vulnerable son los jóvenes en general, en especial la de los barrios carenciados; estos últimos no tienen la capacidad de discernir y de asumir una actitud de rechazo, aunque aparentemente sean libres. La droga viene a ocupar un lugar, un vacío en sus vidas del cual, desgraciadamente, no se vuelve.
Ellos son las primeras víctimas. Al no plantear las verdaderas causas del camino a la droga, parecería que la sociedad no asume el problema ni siente el compromiso de una respuesta. La droga en nuestros barrios, como dice la gente que trabaja en ellos, está de hecho despenalizada.
La despenalización por ley sólo agregaría la idea de que la droga no hace tanto daño, es decir, agravaría el problema y no daría una solución. Hay que escuchar a los familiares de los drogadictos para recibir un baño de realidad en estos temas. No debemos olvidar ni minimizar, por otra parte, el sentido pedagógico que tiene la ley.
¿Qué significaría, para ese universo de actuales y posibles adictos, decirles que la droga tiene un reconocimiento legal? ¿Es correcto que, en defensa de un pretendido derecho privado o subjetivo, se llegue a provocar un daño público?
Frente a la gravedad del hecho de la droga el desafío es cultural.
Es necesario, por ello, apostar a una educación integral que de sentido a la vida del niño y del joven; fortalecer tanto los lazos familiares como presentar proyectos de vida que vayan despertando y definiendo su futuro, y no temer poner límites frente a lo que los daña y termina degradando.
Hay, lamentablemente, una urgencia en sacar rápido estos temas que no ayuda a plantear el problema y buscar soluciones de fondo.
Es imprescindible, y siempre estamos en falta, “en redoblar los esfuerzos para combatir las redes mafiosas de los mercaderes de la muerte”.
Para ello es necesaria la presencia de un Estado, que en el ejercicio de sus poderes constitucionales, asuma una actitud clara, sin claudicaciones y ejemplar.
Quiero agradecer y alentar, finalmente, a tantas personas que dedican su tiempo a acompañar a quienes son víctimas de este flagelo social, y se lamentan de la ausencia del Estado y de la Sociedad para intervenir en la prevención como en la aplicación de la ley frente al negocio de las drogas.
La droga no podría avanzar como lo hace si existiera una sociedad decidida en sus definiciones y actitudes. El silencio y la complicidad saben ser los mejores aliados de este negocio de la muerte.
Junio 30 de 2012.
Mons. José María Arancedo
Arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz