lunes, 2 de julio de 2012

Recorre las cárceles de España; los presos le llaman mamá y dicen de ella: «Me ha salvado la vida»

Sor Mari Luz, hija de la Caridad.     Tiene 72 años y forma nuevos misioneros católicos entre ladrones, traficantes, maltratadores, ex toxicómanos, homicidas... Crea grupos de oración en las cárceles. por Cruz Morcillo/ABC

«¿Qué somos nosotros?», pregunta una voz que emerge a borbotones de un hábito azul. «Santos, somos santos», le responde un coro de presos al borde del éxtasis. Nunca vimos una ceremonia tan sentida, un rito tan intenso como este rezo bíblico entre los muros desnudos de una cárcel. Estamos en la de Estremera, la más moderna de Madrid, que acoge a unos 1.700 reclusos. Preside una monja y sus acólitos son una veintena de reclusos: ladrones, traficantes, maltratadores, ex toxicómanos, homicidas... Eso dicen sus expedientes, porque hoy, en esta sala de la prisión, son catequistas, delegados evangelizadores de sus módulos. Sor Mari Luz llega con prisa, arrastrando un viejo carro de la compra repleto de biblias, devocionarios, cuadernillos, sobres, rosarios, oraciones... Lo primero que asoman son sus zapatones negros, masculinos y gastados, que parecen llevarla a ella, y que no le estorban ni para andar entre charcos ni para echar una carrera siguiendo el ritmo de una reclusa veinteañera. 
Con 72 años y llena de energía. Corre junto a ella por el patio de la prisión, la besa y la abraza cariñosa como a todo el que se cruza. Tampoco parecen pesarle sus 72 años, ni el frío helador que se cuela por los corredores en la mañana de diciembre. Ella reta al frío, al cansancio y a los incrédulos. Se cubre con un abrigo azul de tergal, que no fue diseñado para la intemperie, y administra amores y consuelo con agotadora energía. 
Levantarse a las cuatro de la madrugada... «Gracias por esta mano que nos has dado para escribir, para acariciar; gracias por hacernos tus hijos amados». Es lunes, son las once de la mañana y comienza el curso bíblico. La monja hoy no ha madrugado. Cada día que acude a la cárcel (dos o tres veces por semana) a visitar a «sus hijos», a «sus preciosos» —como los llama— se levanta a las cuatro de la madrugada en el convento donde vive; espera una hora, dos o las que hagan falta en la calle, con los pies ateridos, y se sube en Madrid al autobús de los funcionarios que trabajan en Estremera (a 70 kilómetros). 
Señal de la santa cruz. Algunos de ellos la miran con desgana, elevan el tono y lo impostan para dirigirse a la monja tan frágil en apariencia, casi evanescente, dejándole claro quién pone las reglas. Ella responde educada y hace la señal de la santa cruz en la frente a quien se le acerca, con mimo, como quien reparte caramelos. Recorrer todas las prisiones de España. Lleva más de 30 años haciéndolo, de prisión en prisión por toda España, con sus biblias en el carro y su fe en el corazón, abrazando y rezando a algunos que no tienen quien rece por ellos y mucho menos quien los abrace. 
Con permiso para entrar en la cárcel. Mari Luz Ibarz Bazán, Hija de la Caridad, es quizá la única persona ajena a la institución con salvoconducto para entrar en todos los centros penitenciarios del país. «Son buenas personas, no hay más que verlos. Ninguno tendría que estar aquí. Cometieron un error, todos los cometemos», nos dice desde el azul relampaguente de sus ojos. La veintena de jueces que les condenaron no piensan lo mismo, pero ella aleja con un aleteo de la mano esa opinión restándole importancia. De su carro de la compra emergen como de una chistera biblias y rosarios blancos de plástico que cada interno se coloca al cuello o se enreda en la muñeca, mientras lee el Evangelio. 
Invocar al Espíritu Santo. Tras las puertas metálicas que se cierran a tu espalda con un angustioso click para recordarte que estás en la cárcel, el Espíritu Santo es invocado con acentos arrastrados de medio mundo: con palabras de Brasil, de Ecuador, de Perú, de Colombia, de Santo Domingo, de madrileño castizo y gallego susurrante... Y hay algunos presos que, oyendo a sor Mari Luz, su ángel como la llaman, casi no hablan, sino que parecen a punto de echar a volar... Es el preludio de la oración, de los saludos afectuosos, de reconvenir a alguno de los hombretones: «¿Y la Biblia, dónde la tienes?», le espeta la religiosa a Edison, ecuatoriano, de 24 años, condenado a nueve por tráfico de drogas. 
Traficar con cocaína. «Me quedé en el paro, no me salía nada y me ofrecieron dinero por traer cocaína. Me arrepentiré toda la vida». Edison lleva 20 meses dentro; saldrá de permiso en 2011 y verá a su niño de tres años. Dice que siempre fue creyente, pero se alejó de la Iglesia. «Ahora —explica— es lo que me mantiene a salvo aquí». Antes de rezar y cantar a Dios, sor Mari Luz se acerca a cada uno de los «hermanitos». Ellos son los encargados de dar testimonio en sus respectivos módulos, con frecuencia soportando las mofas de otros presos. La crisis de la religión campa dentro y fuera. La monja le habla a cada uno por su nombre, conoce de sobra sus historias de penumbra. La amnesia de la cárcel, esa que se obstina en segregar mentiras, también revolotea por aquí. Pero hay una diferencia: la mayoría de estos reos reconocen su delito, nada que ver con la moneda común del talego donde admitir nunca estuvo bien visto. 
Un consuelo llamado Sor Mari Luz. «Yo estoy aquí por incumplir dos órdenes de alejamiento —comienza Manuel, madrileño por los cuatro costados que se reconoce creyente desde niño. No podía acercarme a mi mujer y lo hice. Ya sabe que la violencia de género está muy penada. Me han condenado a 23 meses. Bebía como un loco desde siempre y hasta hace unos años también me drogaba. Ahora quiero salir e ir a vivir a una comunidad cristiana». Manuel tiene hepatitis C y está a punto de empezar un tratamiento médico duro. Tiene 49 años y está solo o casi. «Sor Mari Luz es como la madre que me falta» (la suya vive, pero no quiere saber nada de él). «Es mi consuelo en un sitio tan inhóspito y cruel», dice. 
Baila con los presos, reza... Esta mujer, una anciana según su DNI, es un torbellino capaz de reconciliarle a uno con el mundo. Jamás se sienta ni flaquea. Aguanta estoica, como un látigo, más de dos horas de pie. Baila con sus presos, les recrimina, les pregunta por su familia, por sus lecturas, les manda «deberes bíblicos», les palmea las mejillas y los abronca, si toca. El grupo bate palmas, ora y los hombres, transfigurados, se agarran al rosario como tabla salvavidas. La hermana Ibarz se mete en cada recoveco de la prisión, en todos los módulos; obliga a los funcionarios a hacer malabares, a improvisar, y pregunta con dulzura, pero firme, si puede colarse en una terapia de desintoxicación de drogas, una de las más duras de la cárcel. 
A veces es mal recibida... En ella hay tipos mal encarados que la miran de soslayo en medio de una nube de humo y alguien parece a punto de empujarla en un descuido. Ella no se inmuta y reparte estampas y rosarios, vírgenes y versículos. «Yo nunca les pregunto qué han hecho. Si quieren desahogarse, me lo cuentan», se justifica mientras pone al tanto a unos y a otros de la charla que tuvo con uno de sus abogados o de la llamada que hizo a la madre, les entrega alguna tarjeta de teléfono que ha traído para que puedan llamar o unos sobres con sellos y unas tarjetas para escribir felicitaciones de Navidad. No tiene nada, pero esa nada parece multiplicarse. 
Un ex espía del CNI. Cuando parece que ya no queda lugar para la sorpresa, se abraza nada más y nada menos que a Roberto Flórez, el ex espía del CNI condenado por traición. Él, un pincel, es uno de los presos de apoyo del módulo especial para discapacitados intelectuales y en ese entorno reina a su antojo. La religiosa y Flórez —a quien el Supremo acaba de rebajar su condena en tres años— parecen viejos camaradas posando juntos ante el muro de la prisión y esa imagen poderosa se engancha a la retina. Sentados en los pupitres blancos de la sala donde transcurre el curso bíblico, los catequistas-presos subrayan oraciones aplicados como colegiales y buscan a San Mateo o la carta de San Pablo a los efesios. Impresiona la atmósfera de recogimiento y silencio, que acalla los sonidos siempre excesivos de la prisión. 
Mi mamá es la monja... A Óscar, 34 años, con la huella de las drogas salpicándole el rostro, le cuesta estar quieto. Está con metadona. Tiene dos hijas de 13 y 15 años, pero hace mucho que no las ve. Llama «mama» a la monja y dice que esta mujercilla de manos breves le ha cambiado la vida. Tanto que, cuando sale de permiso, pasa la tarde con el grupo de oración de sor Mari Luz. «Es una santa. Si ella no hubiera llegado a mi vida, no sé qué habría sido de mí». «Ningún asesino es asesino las 24 horas; ningún violador es violador las 24 horas», reflexiona el director de Estremera, Jaime González Novo, apoyo indiscutible de la religiosa, pese a que esta mujer le cause más de un dolor de cabeza con sus continuas demandas en favor de los presos. 
Todos son buenos. «Para ella todos son buenísimos y preciosos, pero es una persona excepcional, no se desprende jamás de los internos». El director desgrana el difícil equilibrio entre seguridad y programas de tratamiento, y el curso bíblico lo es. «Si salen muchos presos de los módulos es un riesgo para la seguridad; sin embargo, los programas son claves. Estamos aquí para reinsertar y la hermana tiene demanda». Tanta que hay una lista de entre 200 y 300 para ir a misa los domingos. «¿Por qué Mohamed quiere ir a la actividad de la monja pero luego pide seguir el Ramadán?», cuenta Novo. «Porque encuentra comprensión, amor, se siente querido y eso aquí dentro es un tesoro». 
Da cariño y es mi refugio. «Cuando os enteréis de lo preciosos que sois, lo grandes, se os quitarán los complejos. Los hijos de Dios viven en la cárcel», clama ella con una sonrisa. «Es la única que te da cariño, mi refugio», relata César Arturo, peruano de 24 años, al que un viaje malhadado dejó en la cuneta con una maleta de cocaína y nueve años de condena. Esboza un amago de mueca cuando la hermana Ibarz le suelta en público: «Estás muy guapo, te has cortado el pelo, pero me gustabas más antes». La mañana acaba con nieve. Fernando y Montse, un matrimonio de la renovación carismática, padres de cuatro hijos, él economista, ella empresaria, ejemplo de compromiso en tiempos sin alma, han acompañado desde el amanecer a la religiosa. 
¿La jubilación? ... en el cielo Dicen que a ellos también les ha cambiado la vida conocerla. Sor Mari Luz, ajena a los piropos, mordisquea un sándwich de tomate y bebe una infusión antes de salir de la cárcel. Casi no come. Está enferma, pero a ella poco le importa. «Me jubilaré cuando vaya al cielo», masculla. Seguro que lo consigue. 
 Actualizado 2 julio 2012
Religión en Libertad