lunes, 4 de julio de 2011

El Orgullo gay y la Iglesia



El colectivo gay, el Orgullo y la Diversidad, no soportan a la Iglesia; su mera existencia como visión del mundo que mantiene la fidelidad a la tradición, la sacralidad de la vida, la oposición al matrimonio gay o la convicción de la creencia en absolutos que vinculan al hombre, la convierten en objeto permanente de odio.

por Roberto Esteban Duque


Como está demostrado que la mayoría de los gays no leen -no vayan a pensar ustedes que hoy pueda encontrarse a la vuelta de la esquina, escuchando un concierto mudo, a un lector de Cernuda o Wilde entre los paseantes de Chueca- podríamos comenzar diciendo que el colectivo LGTB (lesbianas, gays, transexuales y bisexuales), que tan petulante se desparrama por la calles o alcanza la altura de las carrozas para celebrar el Orgullo, es un colectivo ignorante, asediado por la frivolidad y la ordinariez. ¿No haría inerme esta astenia estética y cultural a cualquier movimiento en la sociedad?
Sin embargo, en España contamos con un Gobierno absolutamente generoso con las reivindicaciones del citado colectivo –no olvidemos que el movimiento tiene un marcado carácter reivindicativo-. El que fuera Ministerio de Igualdad -una verdadera provocación de Ministerio en tiempos de crisis- dilapidó en febrero de 2010 la inestimable cantidad de ochocientos cincuenta mil euros en investigaciones relacionadas con estudios feministas, de las mujeres y del género. Todo en orden a reconocer, proteger y respetar la “cultura” gay. Baste citar también, a modo de ejemplo, el nuevo cargo de asesora de la ONU comprado en 2010 para Bibiana Aído, donando cien millones de euros al Fondo de Desarrollo de Naciones Unidas para la Mujer (UNIFEM), con el objetivo de promover la igualdad de género a nivel mundial.
Las diferencias naturales entre los sexos, expuestas a variaciones, conducen a una igualdad que no puede confundirse con una igualdad material y reivindicativa, que es precisamente la igualdad a la que el Gobierno de España quiere llevarnos destinando cien millones de euros, con el fin no sólo de alcanzar la igualdad de género en España, sino de lograr cuotas mayores de poder público por parte de la mujer.

En Chueca se repetía el día del Orgullo gay la indignación suscitada en algunos sectores por las declaraciones de Benedicto XVI el año 2009 acerca de los preservativos y el sida, cuando el Papa tuvo el coraje de afirmar que “el sida no se resuelve con preservativos”. Ahora recuerdan que condenar el condón -tal y como afirma el colectivo gay- es lo mismo que bendecir el sida.

El reciente pregón del Gran Wyoming, obsesionado con la Iglesia católica y convirtiéndola en “objeto bélico” en cuanto tiene la más mínima oportunidad, no haría sino confirmar la decadencia del Orgullo. ¿Qué podría explicar una malquerencia tan disonante hacia la Iglesia por parte del Orgullo y la Diversidad? ¿Qué razón puede llevar a que sobre el Papa recaigan reprobaciones y acusaciones parlamentarias, incluso de genocidio, buscando siempre la manipulación de cuanto desde la jerarquía eclesiástica se afirma?

La Iglesia es percibida por la mayor parte de los medios de comunicación como una institución reaccionaria, identificada con postulados conservadores; una institución anquilosada, medievalista, con mentalidad inquisitorial y, no pocas veces, vista como una siniestra caterva de pederastas, enemiga del progreso y cómplice de la extensión del sida en África. El colectivo gay estaría vinculado a este tipo de hegemonía cultural europea y de pensamiento sobre la Iglesia, a la “erudición” que se adhiere a la Weltanschaung, al clima decadente y hedonista, liberacionista y negador, plagado de relativismo ético y cultural. Así considerado, ¿quién no contempla ya como inteligible cualquier ataque a la Iglesia católica?

El colectivo gay, el Orgullo y la Diversidad, no soportan a la Iglesia; su mera existencia como visión del mundo que mantiene la fidelidad a la tradición, la sacralidad de la vida, la oposición al matrimonio gay o la convicción de la creencia en absolutos que vinculan al hombre, la convierten en objeto permanente de odio. De esta manera, se constata que la religiosidad y la verdad, así como la fidelidad al matrimonio y la familia marcan a la sociedad mucho más de lo que puedan hacerlo el nivel de ingresos o la posición social.

Percibía con perspicacia E. Fromm que la polaridad sexual estaba desapareciendo, y con ella el amor erótico, fundado en dicha polaridad. Hombres y mujeres quieren ser idénticos, no iguales como polos opuestos. Según Fromm, la desviación homosexual es un fracaso en el logro de la unión polarizada, y por eso el homosexual sufre el dolor de la “separatidad” nunca resuelta; fracaso, sin embargo, que comparte con el heterosexual corriente que no puede amar.

El colectivo gay debería integrase de otro modo en la sociedad, esforzándose en alguna empresa nacional, o en un sugestivo plan social más noble que el del Orgullo. El reducido horizonte de sus preocupaciones y continuas exigencias, abandonados y desbocados como están en sus propios límites, sólo revela angostura y una buena dosis de odio y resentimiento. Si sabemos mirarla, toda realidad nos enseñará su defecto y su norma, su pecado y su deber. La norma y el deber coinciden en la perfección, el defecto y el pecado en la mediocridad. Hay que huir de la caricatura lasciva de la sociedad que se obstina en ofrecernos el Orgullo, para mirar con esperanza otra forma más digna de proponer “la dignidad personal y la igualdad de los derechos individuales”.