¡Shulka! (**) ¡Shulka!-, gritó mi hermano, mientras se descolgaba del
árbol y huía despavorido, aguijoneado por avispas enfurecidas que abundaban en
la zona..
Angustiada, corría a su encuentro, para calmar con barro fresco de
los bañados cercanos la inflamación y el escozor que le producían.
Han pasado los años. Sin embargo, por las
noches, aún me sobresalta aquel grito, viniendo quién sabe de qué recónditas
regiones de mi propio ser. Estoy como atrapada, entre aquellas intrincadas raíces
que me ligan a mi hermano y el silencio insondable que oculta el misterio de
los muertos.
Diego…, casi musito en mis pensamientos.
Crecíamos juntos. Soñábamos juntos… Nuestra imaginación lo podía todo. Tan
fácilmente nos transportaba al luminoso mundo del circo, y éramos trapecistas
temerarios, domadores violentos, que estremecíamos el ánimo de los
espectadores. ¡Jamás payasos! “Sus ojos eran tristes, me decía. Su risa era
pintada.” Soñábamos con dilatadas carreteras, peligrosas rutas de montaña, por
las que arriesgábamos la vida, piloteando nuestros veloces coches. Nos conocía
todo el país. Éramos “los hermanos Berdiales”. Pero bien pronto cambiaba de
opinión.
-¡Seré piloto de aviones!-, me gritaba, mientras pedaleaba como un loco
su bicicleta. Y volaré sobre el pueblo, muy bajito… ¡Rozaré la torre de la
iglesia!.-
-¡Se asustarán las palomas del campanario!-, lo prevenía, entre asustada
y compadecida.
Ambos soñábamos. Pero los sueños de nuestro padre diferían de los
nuestros, enderezando nuestros pasos. Los suyos hacia el mar. “Será marino”,
afirmaba mi padre. “Y tú, Shulka, ¡serás maestra de escuela!” Aquel ferroviario
adusto y sensitivo, que nunca nos castigaba por nuestras osadas aventuras,
anhelaba plasmar nuestras vidas como modela el alfarero la arcilla entre sus
manos.
Y así fuimos a la ciudad. Tan lejos de
nuestros sueños. Más cerca de los sueños paternos. A vetustos colegios, que
entre muros y rejas recogieron nuestros pasos. Donde austeros maestros, cuya
solemnidad nos impresionaba, nos enseñaban más y más. Y no se cansaban de
ponderar lo mucho que aprendíamos el “noble saber”, como decía mi padre cuando
nos exhortaba a estudiar con entusiasmo.
De allí regresábamos, verano tras verano,
cada cual con su libro de Preces bajo el brazo y el Rosario entre las manos.
Así fue el primer verano, el segundo y el tercero también. Pero al siguiente,
mi hermano de ojos azules, que parecían reflejar el cielo, y rizado pelo rubio,
aletargada herencia de aquel rubicundo francés que fue mi abuelo materno, no
retornó a casa. Se quedó, entre hierros retorcidos y vagones deshechos, en
aquella horrenda escena de polvo, sangre y muerte. Su cara yerta. Su mirar
desmesurado. Y el Rosario todavía pendiendo de una mano.
¡Qué dura afrenta para aquel ferroviario!
De rodillas, allí sobre los rieles, recogió a su hijo. Lo estrechó contra el
pecho. Impotente, lo lloró sin lágrimas. Más tarde se lo entregaría a mi madre.
La pobre casi se murió de pena.
Mi rubio “Capitán” no tuvo barco, ni
gorra, ni recorrió los mares. Nunca vio gaviotas. Sólo llegó al Puerto de la Muerte. Era diciembre.
Amanecía. Todavía brillaba alguna estrella.
En su sillón, bajo el parral desnudo, por
las noches el anciano patriarca aún dormita sus sueños marineros, mientras mi
madre parece mecer su tierno niño en su encorvado seno.
María Teresa Rearte Basla
Del libro “Shulka. Recuerdos de
la infancia:” Edic. de la autora. Santa
Fe, julio de 2001.
(*) Este cuento obtuvo el Primer
Premio en el Concurso Provincial de Cuentos “Quijote de Plata V”, en 1982.
(**) Shulka, en lengua quichua,
hija menor.