sábado, 19 de agosto de 2017

Mi hermano (*)


 por María Teresa Rearte Basla
   ¡Shulka! (**) ¡Shulka!-, gritó mi hermano, mientras se descolgaba del árbol y huía despavorido, aguijoneado por avispas enfurecidas que abundaban en la zona..
Angustiada, corría a su encuentro, para calmar con barro fresco de los bañados cercanos la inflamación y el escozor que le producían.
    Han pasado los años. Sin embargo, por las noches, aún me sobresalta aquel grito, viniendo quién sabe de qué recónditas regiones de mi propio ser. Estoy como atrapada, entre aquellas intrincadas raíces que me ligan a mi hermano y el silencio insondable que oculta el misterio de los muertos.
     Diego…, casi musito en mis pensamientos. Crecíamos juntos. Soñábamos juntos… Nuestra imaginación lo podía todo. Tan fácilmente nos transportaba al luminoso mundo del circo, y éramos trapecistas temerarios, domadores violentos, que estremecíamos el ánimo de los espectadores. ¡Jamás payasos! “Sus ojos eran tristes, me decía. Su risa era pintada.” Soñábamos con dilatadas carreteras, peligrosas rutas de montaña, por las que arriesgábamos la vida, piloteando nuestros veloces coches. Nos conocía todo el país. Éramos “los hermanos Berdiales”. Pero bien pronto cambiaba de opinión.
   -¡Seré piloto de aviones!-, me gritaba, mientras pedaleaba como un loco su bicicleta. Y volaré sobre el pueblo, muy bajito… ¡Rozaré la torre de la iglesia!.-
   -¡Se asustarán las palomas del campanario!-, lo prevenía, entre asustada y compadecida.
   Ambos soñábamos. Pero los sueños de nuestro padre diferían de los nuestros, enderezando nuestros pasos. Los suyos hacia el mar. “Será marino”, afirmaba mi padre. “Y tú, Shulka, ¡serás maestra de escuela!” Aquel ferroviario adusto y sensitivo, que nunca nos castigaba por nuestras osadas aventuras, anhelaba plasmar nuestras vidas como modela el alfarero la arcilla entre sus manos.
    Y así fuimos a la ciudad. Tan lejos de nuestros sueños. Más cerca de los sueños paternos. A vetustos colegios, que entre muros y rejas recogieron nuestros pasos. Donde austeros maestros, cuya solemnidad nos impresionaba, nos enseñaban más y más. Y no se cansaban de ponderar lo mucho que aprendíamos el “noble saber”, como decía mi padre cuando nos exhortaba a estudiar con entusiasmo.
     De allí regresábamos, verano tras verano, cada cual con su libro de Preces bajo el brazo y el Rosario entre las manos. Así fue el primer verano, el segundo y el tercero también. Pero al siguiente, mi hermano de ojos azules, que parecían reflejar el cielo, y rizado pelo rubio, aletargada herencia de aquel rubicundo francés que fue mi abuelo materno, no retornó a casa. Se quedó, entre hierros retorcidos y vagones deshechos, en aquella horrenda escena de polvo, sangre y muerte. Su cara yerta. Su mirar desmesurado. Y el Rosario todavía pendiendo de una mano.
     ¡Qué dura afrenta para aquel ferroviario! De rodillas, allí sobre los rieles, recogió a su hijo. Lo estrechó contra el pecho. Impotente, lo lloró sin lágrimas. Más tarde se lo entregaría a mi madre. La pobre casi se murió de pena.
     Mi rubio “Capitán” no tuvo barco, ni gorra, ni recorrió los mares. Nunca vio gaviotas. Sólo llegó al Puerto de la Muerte. Era diciembre. Amanecía. Todavía brillaba alguna estrella.
     En su sillón, bajo el parral desnudo, por las noches el anciano patriarca aún dormita sus sueños marineros, mientras mi madre parece mecer su tierno niño en su encorvado seno.
                  María Teresa Rearte Basla

Del libro “Shulka. Recuerdos de la infancia:”  Edic. de la autora. Santa Fe, julio de 2001.
(*) Este cuento obtuvo el Primer Premio en el Concurso Provincial de Cuentos “Quijote de Plata V”, en 1982.

(**) Shulka, en lengua quichua, hija menor.