miércoles, 13 de abril de 2016

No adulteremos... el lenguaje.

por Bruno Moreno  
Una de las cosas que más me han gustado de la Exhortación Amoris Laetitia del Papa Francisco es un pequeño detalle que quizá a otros les parezca nimio: su llamada a utilizar un lenguaje adecuado al hablar de los temas de la familia y de los problemas y pecados relacionados con ella.
Confieso que, durante los últimos años, no pocos documentos de la Iglesia me han escandalizado ligeramente por el tipo de lenguaje, algo irrespetuoso, que utilizan para tratar estos asuntos. El lenguaje que usamos es importante, porque revela lo que pensamos y, sobre todo, lo que cree la Iglesia. De lo que rebosa el corazón, habla la boca, dijo el Señor (Lc 6,45). Por otro lado, además, nuestra forma de hablar debe manifestar la caridad salvadora de Cristo, que se ofrece a todos los hombres.
Dice la Exhortación (citando la Relatio del Sínodo sobre la Familia), en su número 243.
“Estas situaciones [de las personas divorciadas en una nueva unión] «exigen un atento discernimiento y un acompañamiento con gran respeto, evitando todo lenguaje y actitud que las haga sentir discriminadas […]»”
A mi juicio, claramente hay un problema con el lenguaje eclesial más común al hablar de estos temas, que tiende a revelar una cierta discriminación injusta para con las personas que se encuentran en esas situaciones mencionadas en la Exhortación. Por ello, como dice el Papa, hay que realizar un atento discernimiento para evitar ese lenguaje discriminatorio.
El problema principal, a mi entender, está en pensar erróneamente que estas personas en particular son incapaces de escuchar las verdades desagradables, como si fueran niños, lo que supone una clara discriminación con respecto al resto de los cristianos, a los que generalmente se les supone “adultos”.  En efecto, a los primeros se les habla con puros eufemismos como “nuevas uniones”, “situaciones irregulares”, “vueltos a casar”, en lugar de hablarles con claridad y sencillez de cuál es su pecado: el adulterio. Esta forma de actuar resulta bastante poco respetuosa con los interesados, además de mostrar una cierta condescendencia hacia ellos.
No podemos olvidar que Cristo vino al mundo como médico de las almas y un médico lo primero que hace, antes de curar, es diagnosticar. Sin diagnóstico claro y acertado, no hay curación posible. ¿Qué pensaríamos de un médico que, cuando el enfermo tiene peritonitis, le dice que “tendría que ir pensando en tratarse esos dolores de estómago un año de estos”? Merecería que lo expulsaran de su profesión y terminar en la cárcel por negligencia criminal.
El mismo Papa ha hablado de la Iglesia como de un hospital de campaña, un precioso símil. Conviene saber que, en los hospitales de campaña, lo más importante es lo que los médicos llaman triaje, es decir, la separación de los enfermos en grupos según la gravedad de su estado. Si el estado del herido es grave, resulta esencial que los médicos determinen inmediatamente esa gravedad, para que pueda recibir atención inmediata, mientras que si sus heridas son superficiales, se le asigna a un grupo distinto, que puede esperar a que haya médicos disponibles.
En ese sentido, los eufemismos empleados al hablar del adulterio dificultan enormemente que los interesados sean conscientes de la verdadera gravedad de su situación. No olvidemos que el adulterio es, por su propia naturaleza, un pecado mortal, que destruye la vida de la gracia, aparta de Dios al que lo comete y lleva al infierno. Si el discurso de la Iglesia no advierte con total claridad del daño terrible que produce este pecado, será como ese médico del que hablábamos antes y que merecía ser expulsado de la profesión y dar con sus huesos en la cárcel. O, en palabras de Cristo, será sal que se ha vuelto sosa y que sólo sirve para tirarla fuera y que la pisoteen los hombres (cf. Mt 5,13).
Asimismo, se puede detectar ese tono discriminatorio contra el que advierte la Amoris Laetitia en la obsesión por tratar juntos los casos habituales y las excepciones excepcionalísimas, como un todo englobado en las “uniones irregulares”. Esta actitud es completamente injusta, porque las excepciones generalmente consisten en atenuantes que afectan a la responsabilidad moral, como la ignorancia, locura, inmadurez o el miedo invencible. Ciertamente, no es justo meter a los adúlteros en ese grupo, como si fuera lícito suponer que habitualmente son inmaduros, necios o irresponsables. Pecadores sí, pero responsables de sus actos.
Esta forma de hablar arrebata a sus destinatarios lo que podríamos llamar la verdadera dignidad del pecador, que consiste en que Dios se tomó en serio sus pecados. Tan en serio se los tomó que envió a su Hijo único para que muriera en la Cruz y nos salvara de esos pecados y de sus consecuencias. En cambio, poniendo en primer plano las excepciones y la falta de responsabilidad, lo que hacemos es no tomarnos en serio esos pecados y negar al pecador su libertad básica fundamental, una libertad que Dios valora tanto que incluso la respeta cuando está completamente equivocada.
Nunca haríamos eso en relación con otros pecados. ¿Es que en vez de hablar de pereza nos dedicaremos a discursear sobre “actitudes extra-ordinariamente pasivas”, que incluyan desde los exploradores picados por una mosca tse-tse o los paralíticos hasta los vagos que no se levantarían del sofá ni para echar un vaso de agua a una madre ardiendo? No se le ocurriría a nadie y, si se hiciera, la consecuencia previsible sería la confusión más absoluta. ¿Acaso podemos imaginar un documento eclesial sobre “transferencias irregulares de la propiedad” que tratase de manera conjunta a lo largo de todo el texto tanto la estafa y el robo con violencia como al niño que se pone por error la chaqueta de un compañero del colegio? Es inimaginable.
En los demás ámbitos somos conscientes de que las excepciones deben tratarse como tales, en su nota a pie de página, en lugar de meterlo todo dentro del mismo saco, fomentando la confusión y el indiferentismo. Así pues, no tiene sentido que discriminemos a los adúlteros tratándolos de diferente forma y englobándolos por sistema en las “uniones irregulares”.
Conviene tener cuidado, sin embargo, no sea que caigamos en el error contrario, olvidando la caridad en nuestro afán de proteger la verdad y la claridad. ¿No será poco caritativo hablar de “adulterio”? ¿No será por eso por lo que no se usa la palabra en tantos documentos eclesiales y se sustituye por eufemismos? Los cristianos estamos llamados a unir la verdad y la caridad, así que conviene considerar seriamente esta objeción.
Para determinar si se trata de una práctica poco caritativa o no, lo mejor, a mi juicio, es acudir a los ejemplos más perfectos de caridad que podamos encontrar. Por ejemplo, San Pablo, el apóstol que escribió el himno a la Caridad, escribió también, en la misma carta, que los adúlteros […] no heredarán el Reino de Dios (cf. 1Co 6,9-10). También hablaron del adulterio Oseas, el profeta del amor de Dios por su pueblo, y Jeremías. Asimismo, podríamos citar a innumerables santos, incluido San Francisco de Sales, el santo de la dulzura, que advierte a los fieles que deben explicar en el confesionario si un acto contra el sexto mandamiento fue también adulterio, por su gravedad añadida (Advertencias a los confesores, cap. IV). El mismo ejemplo nos dan el catecismo de Trento y el actual Catecismo de la Iglesia Católica (cf. CEC 2380-2381) o San Juan Pablo II en su Teología del cuerpo, donde se menciona decenas de veces el adulterio.
Pero vayamos al mejor ejemplo que podemos encontrar: Jesús, que es la Verdad y también es pura Caridad, no tenía ningún problema en hablar de “adulterio”, sin sentimentalismos ni falsos escrúpulos. Así le dijo al joven rico, citando el Antiguo Testamento: No cometerás adulterio (cf. Mc 10,19). De hecho, hablando precisamente de este tema de las “uniones irregulares”, Cristo explicó con total claridad que cualquiera que se divorcie de su mujer y se case con otra, comete adulterio contra ella y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio (Mc 10,11).  Es más, no sólo habló de adulterio físico, sino también de adulterio de pensamiento, señalando que el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón (Mt 5,28).
Así pues, considerando el ejemplo de Cristo y de los santos, no parece que haya nada de malo en usar el término adulterio. Al contrario. Por supuesto, ninguno de ellos utilizaba la palabra como arma arrojadiza contra los arrepentidos. Eso no se debe a que, por una mal entendida caridad, prefiriesen ser confusos en algunas ocasiones, sino a que los arrepentidos no necesitan mayor claridad en el lenguaje, porque son perfectamente conscientes de que han pecado, comprenden la gravedad de ese pecado mejor que nadie y se han propuesto no volver a caer en él.
Nada tiene que ver eso, sin embargo, con el hecho de explicarse con la mayor claridad posible y llamando a las cosas por su nombre cuando se está hablando en general, tal como hicieron Cristo y los santos, según hemos visto en los párrafos anteriores. La caridad no está ni puede estar reñida con la verdad. Es más, una y otra se requieren mutuamente para ser auténticas.
Por último, quizá alguien podría objetar que la propia Exhortación Amoris Laetitia no utiliza en ningún momento en su larguísimo texto la palabra “adulterio”. A eso únicamente puedo responder que sólo Dios es perfecto. Los demás, desde el Papa hasta el último bautizado, dejamos a menudo que desear en la práctica. Por eso todos, desde el Papa hasta el último bautizado, debemos esforzarnos por parecernos cada día más a Jesucristo, recibiendo su gracia y siguiendo su ejemplo en todo.


Blog: espada de doble filo (13.04.16) alojado en InfoCatólica