por Alfonso Aguiló
—De todas formas, hay quien afirma que la ley natural es un concepto ya superado, pues nadie puede fijar claramente cuál es.
No parece serio considerar la ley natural como algo ya superado. Hay que tener en cuenta que, al fin y al cabo, en ella está el origen del concepto moderno de derechos humanos.
Solo partiendo de una ley natural puede hablarse de que el hombre posee unos derechos naturales inalienables, que le pertenecen como individuo con carácter previo y preferente a cualquier sociedad civil (más bien, las sociedades civiles existen para garantizar esos derechos y de ello adquieren su legitimación).
—Bien, pero... ¿quién dice cuál es esa ley natural?
No voy a arrogarme yo esa función, por supuesto. Pero sí digo que carece de sentido racional pretender que sea cada uno quien determine para sí cuál es esa ley natural. Si se quiere hablar de derechos humanos inalienables y de carácter universal, resulta imprescindible reconocer que hay un fundamento trascendente, universal y objetivo en la Moral y en el Derecho.
Como ha escrito Alejandro Llano, si se partiera de que la verdad es algo puramente convencional e inaccesible, las opiniones encontradas serían solo expresión de intereses en conflicto, de manera que todas vendrían a valer lo mismo, porque en definitiva nada valdrían.
Lo que imperaría sería entonces el poder puro, la violencia clamorosa o encubierta, tan dolorosamente presente con frecuencia en la actualidad internacional.
Hay muchísimas manifestaciones de la ley natural que aparecen bien claras para cualquiera: todo cuanto atenta contra la vida inocente; cuanto viola la integridad de la persona humana, como, por ejemplo, las mutilaciones, las torturas morales o físicas, los intentos sistemáticos de dominar la mente ajena; cuanto ofende a la dignidad humana, como son las detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, el turismo sexual y la trata de jóvenes; o las condiciones laborales degradantes, que reducen al operario al rango de mero instrumento de lucro, sin respeto a la libertad y a la responsabilidad de la persona humana.
Todas estas prácticas y otras parecidas son en sí mismas infamantes, deshonran más a sus autores que a sus víctimas, y degradan incuestionablemente la civilización humana.
La existencia de una ley natural de origen divino ha formado parte, al menos desde Aristóteles, de la tradición filosófica occidental.
Los intentos de reformular el sistema de valores en términos puramente racionales o filosóficos han solido dar resultados parecidos a las viejas concepciones religiosas de la moralidad y la dignidad humana.
Por ejemplo, el concepto de derechos humanos, proclamado en la Declaración de Independencia Americana y en la Declaración de los Derechos del Hombre de la Revolución Francesa, se funda en el presupuesto de que existen derechos naturales y una ley natural.
—Hablabas antes de origen divino. ¿Te parece imprescindible recurrir a Dios para fundamentar esos derechos humanos?
Pienso que el único fundamento inquebrantable de los derechos humanos está en el hecho de que Dios ha conferido al hombre esa singular dignidad.
De todas formas, es evidente que esto no obliga a creer en Dios a todo aquel que desee respetar esos derechos.
Más bien, creer en Dios ayuda a proteger el enunciado de estos derechos. Lo cual, al fin y al cabo, es siempre una garantía más en quienes son creyentes.
—¿Y no te parece que bastaría con que cada uno busque su felicidad y respete a los demás, sin necesidad de nada trascendente?
Es la vieja tesis del individualismo, por la que si todos buscan su felicidad propia, se seguirá el mayor bien para el mayor número de personas. Es muy bueno, lógicamente, buscar la propia felicidad y respetar a los demás, pero si echamos una mirada a la historia, antigua o reciente, comprobamos que si eso se queda en una mera sacralización del egoísmo, es una utopía que no tiene suficientemente en cuenta las diferencias de poder entre los distintos individuos cuyos deseos entran en conflicto.
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Fuente: Novedades Fluvium.