lunes, 9 de abril de 2012

Ante las muertes imprevistas



por Fernando Pascual.

Hay muertes previstas: dan tiempo para prepararnos a su llegada. Otras muertes, en cambio, ocurren sorpresivamente, de golpe, como un relámpago inesperado.

La muerte de un familiar anciano, o de alguien que cede poco a poco ante una enfermedad inexorable, llega de un modo más o menos esperado. El corazón puede prepararse, porque adivina que, tarde o temprano, una vida terrena termina. Estamos, entonces, listos para acoger el “golpe”, que no deja de ser doloroso, pero que sabemos estaba próximo.

Pero la situación es muy diferente cuando un hecho imprevisto (un choque, un secuestro, un atentado, un accidente de trabajo), irrumpe en una vida y provoca una muerte inesperada. Una curva mal tomada, un pinchazo en la rueda, una balacera en la calle, un terremoto, un incendio en el avión o en el barco: hechos veloces, hechos inesperados, violentos, a veces misteriosos, nos arrancan la presencia de un ser querido.

Las muertes imprevistas llaman a las puertas de cualquiera: del niño y del adulto, del rico y del pobre, del ciudadano honesto y del delincuente, del santo y del pecador, del amigo y del enemigo. No hay distinciones, como si todos, ante el hecho inesperado, fuesen igualmente vulnerables, frágiles, incapaces de defenderse o de huir.

Llega luego la llamada o el correo electrónico que provoca una conmoción indescriptible: un familiar, un amigo, un compañero de trabajo, un vecino, acaba de morir.

Sentimos entonces un desgarrón profundo en el alma. Por lo inesperado del hecho. Por el afecto que sentíamos hacia una persona cercana o conocida. Por la ruptura radical que se impone en los lazos temporales.

Si descubrimos, además, que la causa de esa muerte fue la borrachera de un chofer irresponsable, o la malicia perversa de quienes viven en el mundo del delito organizado, sentimos una rabia profunda por la injusticia sufrida. Descubrimos con amargura que vivimos en un mundo perverso, en el que muchas veces las autoridades no consiguen controlar agresiones que destruyen familias, desde la violencia que sacude nuestros pueblos y ciudades.

Tras la noticia de la muerte inesperada, se suceden los hechos como una cascada incontenible. Por un lado, hay que afrontar la situación y los deberes inmediatos: dar o recibir el pésame, preparar el funeral, buscar tiempo para recibir visitas o para velar el cuerpo de quien hasta hace muy poco nos hablaba con ternura. Prisas, llamadas, papeles, contactos, seguros. Todo ocurre muy rápido, según rutinas frías que agobian la vida de muchas ciudades modernas.

Por otro lado, está el vacío interior, la herida del alma, muy reciente, muy honda. Notamos que desde ahora queda un hueco en la cama, en la casa, en la oficina, en la propia vida. Desaparece un ser querido. El mundo ha dado un cambio brusco, al menos según nosotros. Casi nos resulta extraño que haya quienes siguen con sus prisas, sus proyectos y sus monotonías, cuando percibimos que todo, desde ahora, va a ser distinto.

Sentimos entonces lo que san Agustín experimentó cuando vio morir, de modo rápido e inesperado, a uno de los amigos de su juventud:

“Se entenebreció mi corazón de dolor, y veía en todas las cosas la muerte. La patria era para mí un suplicio, y la casa paterna se me hacía insoportable, y todo cuanto con él me había sido común, se me convertía sin él en crudelísimo tormento. Buscábanle por todas partes mis ojos, y no le hallaban. Todas las cosas me eran aborrecibles, porque no le hallaba entre ellas, ni me podían decir: Mírale, ahí viene, como antes, cuando venía después de una ausencia. Llegué a hacerme insoportable a mí mismo” (San Agustín, “Confesiones” IV,4,9).

El luto ha entrado en la propia vida. Puede ser un luto más o menos “sano”, llevado con dignidad (lo cual no quita la pena). O puede ser un luto enfermizo, desbordante, que arrastra al odio, a la sed de venganza, al abatimiento, a los reproches contra Dios, contra la sociedad, contra la vida misma. Un luto que carcome y que destruye, que aparta los ojos de todo lo que no sea el recuerdo de quien ya no vive entre nosotros.

Cuesta superar lutos dañinos, porque cuesta aceptar una muerte no prevista. Pero si abriésemos los ojos a las muchas bondades que nos rodean, si viésemos a tantos otros familiares y amigos que desean nuestro bien, o incluso que necesitan nuestra ayuda (también ellos piden un poco de consuelo), encontraríamos fuerzas íntimas que nos permitirían seguir en la brecha de los deberes cotidianos.

Sobre todo, necesitamos abrir el alma y el corazón a una certeza que va más allá de los papeles de hospitales o de las páginas de periódicos; una certeza que nace al reconocer que nuestra alma es espiritual, incapaz de morir, y que existe un Dios que acoge a sus hijos buenos, que nos espera en la vida eterna. Quien muere, de modo previsto o imprevisto, no ha desaparecido para siempre.

Es cierto que también pensar en la otra vida puede provocar angustias, sobre todo si existen motivos para suponer que alguien ha muerto sin estar en paz con Dios ni con su prójimo. Pero en el marco de la fe católica descubrimos que Dios es misericordia, y sólo nos queda confiar en que esa misericordia haya alcanzado, por caminos que a veces no nos resultan visibles, a la persona que nos ha sido “arrancada” por una muerte imprevista.

Además, esa misma fe nos lleva a reconocer que siguen en pie los lazos de amor, que no hemos roto por completo con quien nos ha dejado. Al hablar de la importancia de las oraciones por nuestros seres queridos ya difuntos, el Papa Benedicto XVI explicaba lo siguiente:

“Que el amor pueda llegar hasta el más allá, que sea posible un recíproco dar y recibir, en el que estamos unidos unos con otros con vínculos de afecto más allá del confín de la muerte, ha sido una convicción fundamental del cristianismo de todos los siglos y sigue siendo también hoy una experiencia consoladora. ¿Quién no siente la necesidad de hacer llegar a los propios seres queridos que ya se fueron un signo de bondad, de gratitud o también de petición de perdón?” (Benedicto XVI, encíclica “Spe salvi” n. 48).

Las muertes imprevistas tienen siempre un matiz de tragedia que no es fácil de asumir. Pero resulta posible, desde las energías propias de los corazones y desde la mirada hacia el mundo de Dios y de lo eterno, afrontarlas de un modo más profundo, más completo, incluso más sereno.

Quedará, ciertamente, un hueco profundo por días, por meses, tal vez por años. Pero ese hueco no es completo, porque el ser querido no ha desaparecido en el remolino de la nada, sino que está presente en el corazón de Dios. Un Dios que es bueno, que ama la vida, que acoge y rescata a cada uno de sus hijos. Un Dios que nos acompaña, a quienes seguimos en el camino del tiempo, mientras avanzamos también nosotros a la hora que dará por concluida la vida terrena y nos introducirá en el mundo de lo eterno.


Fernando Pascual, L.C.
AutoresCatolicos.org