por Fernando Pascual, L.C. 4. Medicina y atención a los enfermos
El tema de la enfermedad ocupa un lugar privilegiado en los estudios bioéticos, en parte porque la bioética profundiza y amplía la así llamada deontología médica, y en parte porque la ética de la vida tiene que ayudar en la búsqueda de respuestas correctas a la hora de afrontar la enfermedad, propia o ajena.
Como acabamos de ver, muchas enfermedades surgen desde comportamientos humanos responsables o desde situaciones de pobreza. Todo ello explica el que millones de personas contraigan enfermedades que podrían haber sido evitadas con relativa facilidad con vacunas (como la de la poliomielitis), con una mayor higiene y con una dieta mejor equilibrada. Además, muchas personas que contraen o que heredan ciertas enfermedades no reciben la atención debida, sea por falta de medicinas, sea porque los equipos médicos son insuficientes para cubrir todas las necesidades que surgen (por motivos de pobreza o de mala organización: hay países ricos en los que una cita médica sólo se consigue después de meses de espera).
Todos los seres humanos, también quienes viven en una situación económica más favorecida, están bajo la constante amenaza de la enfermedad: llega a todas las edades y a veces en forma totalmente imprevista. Existen, es verdad, hospitales con tratamientos muy sofisticados, pero los costes están creando serios problemas tanto a nivel particular (el enfermo y su familia) como a nivel social. El estado tiene la misión de ayudar en todo lo que fuera posible para que los avances médicos estuviesen disponibles para todos, pero la situación económica concreta de muchos países impone opciones de ahorro que crean problemas humanos concretos, a veces muy dramáticos, en aquellas personas que no tienen los medios para pagar los gastos necesarios para una buena atención sanitaria.
Un dato relevante que ha surgido en las últimas décadas consiste en el hecho de que, en los países más desarrollados, y en países en vías de desarrollo, se ha dado un notable alargamiento de la esperanza de vida. Este fenómeno ha traído consigo un aumento cada vez más consistente de enfermedades propias de la ancianidad, lo cual implica dificultades de peso en la vida familiar y exige a la sociedad una mayor inversión (no sólo económica) para atender el número elevado de enfermos crónicos. Como ejemplo, bastaría recordar las muchas familias que cuidan a ancianos afectados durante años y años por el Alzheimer o por otras enfermedades que disminuyen enormemente la autonomía de las personas.
Esta situación ha llevado al resurgimiento de grupos que piden la legalización de la eutanasia, pues con la misma, según los defensores de la “muerte dulce”, se evitarían sufrimientos físicos y psicológicos prolongados en el tiempo; y porque (este motivo tiene un peso mayor del que aparece en la prensa) se ahorrarían importantes cantidades de dinero público que ahora los gobiernos tienen que destinar a la atención de la población de más edad o a los enfermos “terminales”.
Una temática que ha recibido gran atención desde los últimos años es la que ha surgido con la aparición del SIDA (en inglés, AIDS) y con el resurgimiento de otras enfermedades de transmisión sexual (ETS), como vimos al hablar de la sexualidad humana. El SIDA es, en la actualidad, una epidemia que afecta la vida de millones de personas, especialmente en el África subsahariana, aunque también en otras partes del planeta, hasta el punto de provocar un número muy elevado de muertes y una disminución sensible de la esperanza de vida en los países más afectados.
Corresponde a la comunidad internacional y a los gobiernos locales tomar aquellas medidas eficaces y éticamente aceptables que permitan evitar nuevos contagios y que lleven a una atención adecuada a los enfermos. Es una injusticia lamentable constatar cómo en los países más ricos quienes han sido contagiados por el virus del SIDA reciben una asistencia médica bastante buena (aunque no en todos los casos), mientras que en los países más pobres carecen de medicinas básicas.
Respecto de la prevención, conviene recordar que la mejor manera de evitar el contagio consiste en modificar aquellos comportamientos que difunden la enfermedad. Una educación a la castidad y a la fidelidad conyugal, como ha sido ya comprobado en algunos lugares de África, lleva a resultados positivos y respeta principios éticos válidos también ante circunstancias más difíciles.
Sobre el modo correcto de afrontar el SIDA en el contexto de una válida visión sobre la sexualidad humana y la vida familiar, cf. A. López Trujillo, Los valores de la familia contra el sexo seguro (1 de diciembre de 2003), en www.vatican.va, link breve http://tinyurl.com/cne9u4.
Conviene añadir aquí que la atención ofrecida al SIDA no debería provocar una desatención hacia otras enfermedades sumamente perniciosas y que afectan a millones de personas, como la malaria, la disentería o la tuberculosis, algunas de las cuales podrían disminuir drásticamente con mejoras higiénicas y con acciones concretas sobre las causas, en vez de haber aumentado en las últimas décadas como ha ocurrido en algunos lugares del planeta. En este sentido, buscar maneras eficaces para detener e incluso erradicar la transmisión de la malaria en las zonas más pobres, como ha sido posible en lugares donde la enfermedad estaba muy arraigada, es una obligación que afecta a toda la comunidad humana.
La búsqueda de una atención integral al enfermo y la salvaguarda del sentido genuino del actuar de los profesionales sanitarios llevan a la bioética a desarrollar, profundizar y mejorar (donde haga falta) los códigos deontológicos formulados desde hace siglos en el mundo de la medicina. A la vez, hace falta una profunda reflexión para comprender el sentido y lugar de la enfermedad en la existencia humana, según una visión ética y antropológica correcta, que ayude a descubrir que nunca una discapacidad puede convertirse en un motivo para olvidar la dignidad de la persona enferma. El profesional sanitario, la familia y la sociedad, están llamados a ofrecer aquellas atenciones que correspondan mejor a cada caso, en el respeto de los principios de justicia y de beneficencia, y con una actitud de escucha de las peticiones legítimas que pueda formular el mismo enfermo, el cual no puede ser tratado, como recordaba desde su experiencia como paciente el Papa Juan Pablo II, simplemente como alguien que sólo obedece, sino como parte activa en las decisiones sanitarias.
Para ello, en casi todo el mundo urge revisar y mejorar los sistemas sanitarios en sus distintos niveles, para ofrecer consultas médicas eficaces y ágiles, para organizar los hospitales de modo realmente humano y acogedor, para acompañar a los enfermos también en sus hogares con una asistencia eficaz, para subvencionar, en los casos que lo ameriten, los costos de aquellos tratamientos básicos que necesitan los más pobres. Resulta una injusticia a erradicar el que todavía en algunos lugares no se atienda a un enfermo necesitado de una atención urgente si no muestra su tarjeta de crédito o si carece de documentos exigidos por quienes dirigen un centro sanitario.
Un capítulo importante se refiere al modo de tratar a los enfermos en su última fase (los así llamados enfermos “terminales”), y a las opciones médicas a adoptar respecto de los mismos. Como criterio general, hay que evitar dos extremos sumamente perniciosos. El primer extremo consiste en el ensañamiento terapéutico, entendido como esfuerzo por prolongar inútilmente y a un costo muy elevado (de dolor físico y espiritual) un proceso de muerte a través de intervenciones médicas excesivas. El segundo extremo sería la aceleración de la muerte a través del abandono terapéutico o incluso a través de acciones orientados directamente a provocar la muerte del enfermo (es decir, a través del recurso a la eutanasia). Frente a estos dos extremos hace falta recurrir a una buena medicina, en la que tienen una importancia cada vez mayor los así llamados “cuidados paliativos”, y a un trato integral (familiar, espiritual) que ofrezca al enfermo las atenciones debidas a su situación y según su dignidad intrínseca.
Sería necesario mencionar otros aspectos de la medicina que harían demasiado largo el presente trabajo, especialmente respecto a las obligaciones de los médicos y de todos los que tienen alguna responsabilidad, directa o indirecta, hacia los enfermos, inclusive las compañías farmacéuticas. Como ayuda para tener una visión general sobre esta temática es de gran utilidad la lectura de algunos documentos recientes de la Iglesia. En concreto, recordamos tres: el primero, publicado en 1995 por el Pontificio Consejo para la Pastoral de los Agentes Sanitarios, que tiene por título Carta de los agentes sanitarios, con numerosas referencias a otros textos y documentos de interés; el segundo, la encíclica de Juan Pablo II, Evangelium vitae (1995), con importantes reflexiones sobre la enfermedad y el valor del enfermo; el tercero, sumamente actual por su hondo valor teológico, la Carta apostólica del mismo pontífice que lleva como título Salvifici doloris (1984), sobre el sentido y valor del sufrimiento humano.
5. Transplantes de órganos y muerte cerebral
Las investigaciones sobre los transplantes de órganos y tejidos, a partir de la segunda mitad del siglo XX, han abierto nuevos horizontes al mundo de la medicina. Gracias a estas investigaciones, resulta posible “salvar” la vida de miles de personas que, de otra manera, morirían en poco tiempo por problemas de diverso tipo. Ello ha generado una importante demanda de órganos que muchas veces no encuentra una oferta suficiente para atender las necesidades de todos.
Esta situación origina nuevos problemas a la bioética. ¿Cuándo se puede realizar un transplante de órganos? ¿Cómo obtener órganos vitales, como el corazón o el hígado? ¿Según qué criterios se seleccionan a los destinatarios de un transplante cuando existen muchas peticiones y pocos órganos disponibles?
La fuerte demanda de órganos ha provocado, en casos aislados pero tristemente reales, una de las situaciones más injustas del mundo moderno: la compra o el robo de órganos. Personas de los países más pobres sucumben, bajo la desesperación que les agobia, a las ofertas de quienes les ofrecen un puñado de dinero a cambio de un riñón o de sangre. Otras veces son secuestrados niños o jóvenes con el fin de arrancarles algún órgano, algo que a veces llega a convertirse en un crimen en toda regla. En ocasiones, personas víctimas de un accidente de tráfico o de trabajo no son reanimadas adecuadamente porque llevaban una tarjeta que las declaraba potenciales donadores de córneas o de otras partes de su cuerpo; de este modo, se provoca su muerte y se aprovechan sus órganos para satisfacer las necesidades. Para paliar estos problemas, los gobiernos y los organismos internacionales están llamados a poner en marcha acciones eficaces de forma que se haga imposible un tráfico de órganos que tanto ofende la dignidad humana.
Junto a los anteriores problemas, se ha generado un amplio debate sobre la manera correcta de definir la muerte de un posible donante, pues las técnicas de reanimación y una serie de aparatos muy sofisticados pueden mantener en una “vida aparente” cuerpos humanos que en realidad podrían estar ya muertos. Las discusiones en torno a la noción de muerte cerebral o muerte encefálica (en sus distintas variantes y según parámetros no uniformes entre los estudiosos) muestran lo complejo de la situación, y lo urgente que es establecer una serie de principios básicos para garantizar el respeto que merece cualquier ser humano mientras viva. Sería sumamente grave establecer criterios erróneos que permitan declarar la muerte de quien todavía está vivo para obtener órganos “frescos” y en buen estado.
Sobre este punto, el Papa Benedicto XVI ofreció unas ideas que vale la pena tener presentes:
“La ciencia, en estos años, ha hecho progresos ulteriores para constatar la muerte del paciente. Es bueno, por tanto, que los resultados alcanzados reciban el consenso de toda la comunidad científica para favorecer la búsqueda de soluciones que den certeza a todos. En un ámbito como éste no se puede dar la mínima sospecha de arbitrio y, cuando no se haya alcanzado todavía la certeza, debe prevalecer el principio de precaución. Para esto es útil incrementar la búsqueda y la reflexión interdisciplinar de manera que se presente a la opinión pública la verdad más trasparente sobre las implicaciones antropológicas, sociales, éticas y jurídicas de la práctica del transplante. En estos casos, de todos modos, debe asumirse como criterio principal el respeto por la vida del donante de manera que la extracción de órganos sólo tenga lugar tras haber constatado su muerte real (cf. Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, n. 476)” (discurso de Benedicto XVI a los participantes en el congreso internacional sobre el tema “Un don para la vida. Consideraciones sobre la donación de órganos”, 7 de noviembre de 2008).
Si hasta ahora hemos evidenciado algunos problemas, es importante subrayar la parte positiva: hace falta promover una cultura de la donación bien entendida. El gesto por el cual un ser humano ofrece una parte (sin poner en peligro su propia vida) de sí mismo al dar sangre o al poner a disposición un órgano no vital muestra el aprecio hacia la dignidad de quien vive bajo una enfermedad grave y espera un transplante que pueda ofrecer una ayuda para su situación. En el discurso apenas citado, el Papa invitaba a la promoción de una cultura que permita hacer un buen uso de los progresos en este nuevo ámbito de la medicina:
“La senda que hay que seguir, hasta que la ciencia descubra nuevas formas posibles y más avanzadas de terapia, tendrá que ser la de la formación y difusión de una cultura de la solidaridad que se abra a todos sin excluir a nadie. Una medicina de los trasplantes coherente con una ética de la donación exige el compromiso de todos por invertir todo esfuerzo posible en la formación y en la información para sensibilizar cada vez más a las conciencias en un problema que afecta diariamente a la vida de muchas personas. Será necesario, por tanto, superar prejuicios y malentendidos, disipar desconfianzas y miedos para sustituirlos con certezas y garantías, permitiendo que crezca en todos una conciencia cada vez más difundida del gran don de la vida”.
6. Problemas relativos al ambiente y a la ecología
La bioética tiene mucho que decir frente a los temas relativos al ambiente y a la ecología. El desarrollo tecnológico moderno ha generado nuevos problemas debidos a diversos factores, como el abuso de recursos naturales de por sí limitados, la alteración de equilibrios climáticos, la contaminación atmosférica, la generación de deshechos de difícil eliminación o de alta toxicidad, la desaparición de especies vivientes (plantas o animales), y un largo etcétera.
Además, nuevas tecnologías permiten intervenir sobre los seres vivos, hasta el punto de modificar el genoma de animales y plantas. Es cierto que los cruces genéticos y la invención de especies ya se ha dado en el pasado, pero las posibilidades actuales son enormes, y exigen por lo mismo un mayor sentido de responsabilidad. Ello no significa generar miedos irracionales o situaciones de pánico ante conquistas que resultarían benéficas para el hombre y para el mismo ambiente (especialmente en algunos países pobres, que pueden ser ayudados, por ejemplo, a través de semillas genéticamente modificadas y adaptadas a su situación), ni tampoco crear el extremo opuesto, que lleva a considerar que todo lo técnicamente posible es de por sí lícito, sin sopesar con prudencia las repercusiones a corto y a largo plazo que la aplicación de una nueva biotecnología produzca en los complejos equilibrios de la vida terrestre.
La preocupación por el ambiente y la ecología nace de una exigencia ética fundamental: el planeta Tierra es el habitáculo donde transcurrimos la etapa temporal de nuestra existencia humana. El hombre no es un dueño despótico de la creación, sino el administrador y custodio de un patrimonio de vida que viene del mismo Dios y que nos permite gozar de salud, de alimentos, y de la compañía de tantas bellezas entre los animales y las plantas que viven a nuestro lado.
Ciertamente, la preocupación ecológica no puede llevar a un menoscabo de las obligaciones fundamentales que tenemos hacia el ser humano. Sería absurdo, pero no es difícil que ocurra, que se organicen movilizaciones populares en favor de los bosques mientras se guarda un silencio cómplice ante la existencia de clínicas donde cada año son abortados cientos (a veces miles) de seres humanos. Como también sería absurdo invertir millones de dólares o de euros para limpiar un río mientras en las orillas del mismo mueren cada año cientos (o miles) de personas por carecer de las medicinas básicas para el tratamiento de la malaria.
La bioética tiene, por lo tanto, que estudiar y proponer soluciones para tutelar el ambiente en el que vivimos. Sobre esto, el Papa Benedicto XVI indicaba lo siguiente:
“La conservación del medio ambiente, la promoción del desarrollo sostenible y la atención particular al cambio climático son cuestiones que preocupan mucho a toda la familia humana. Ninguna nación o sector comercial puede ignorar las implicaciones éticas presentes en todo desarrollo económico y social. La investigación científica demuestra cada vez con más claridad que el impacto de la actividad humana en cualquier lugar o región puede tener efectos sobre todo el mundo. Las consecuencias del descuido del medio ambiente no se limitan a la región inmediata o a un pueblo, porque dañan siempre la convivencia humana, y así traicionan la dignidad humana y violan los derechos de los ciudadanos, que desean vivir en un ambiente seguro” (Mensaje de Benedicto XVI a los participantes en el VII Simposio sobre “Religión, ciencia y medio ambiente”, 1 de septiembre de 2007).
(continurá)
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