viernes, 3 de abril de 2020

Tiempo de prueba: ¡Señor, sálvanos!

Por María Teresa Rearte

     Cuando llega la hora de la prueba  puede suceder que el hombre emprenda el camino del sin sentido. Así andaban los peregrinos de Emaús. Conversaban y discutían entre ellos, decepcionados y deshechos. Y sucedió que se les acercó Jesús. Caminó a su lado. Pero no le reconocieron. (Cfr Lc 24, 16)
 
Responsabilidad de todos.

       La situación originada por la pandemia del coronavirus ha alterado todas las cosas en el mundo. Y lo que les sucedió a otras personas y países hace temer que les pueda también suceder a aquéllas que habitan territorios a los que está llegando. Tanto por el  contagio inherente al virus como por el desplazamiento humano, en un mundo globalizado y caracterizado por los viajes veloces e  incluso de contingentes humanos.
         Como cristianos católicos  podemos preguntarnos cómo asumir esta experiencia. Nada tendría que hacernos olvidar que por la fe estamos en comunión con la Iglesia y el mundo entero. Que “el gozo y la esperanza, el dolor y la angustia de los hombres de este tiempo” (Cfr. GS 1) lo son también de nosotros, los discípulos de Cristo. Pocas veces se puede advertir, de modo tan claro como urgente, la necesidad de ejercitar la propia responsabilidad por el bien de cada uno, como de sus familias y el de todo el conjunto social. En especial con relación a las personas que, por edad y patologías que padecen, son potenciales pacientes de riesgo. De donde se sigue la obligación de respetar las indicaciones y normativas  dadas por las autoridades civiles y sanitarias. Y en lo que atañe a la fe obrar de acuerdo  con lo dispuesto por la Iglesia.

Reconocer a Dios y orar.

       En cuanto a nuestra relación con Dios, ¿qué nos puede estar pidiendo en este momento tan difícil? Si la Cuaresma es tiempo de desierto, esta pandemia ha impuesto una obligada parálisis sobre las actividades humanas: económicas, de la vida política, actividades culturales, educativas y deportivas, entretenimientos, etc. Y hasta de las celebraciones religiosas. Es todo lo contrario de lo que el hombre actual, siempre acelerado y sobrecargado de compromisos, estaba habituado. Sin embargo, hoy se impone la necesidad de olvidarnos del pasado, con sus heridas y lo que divide a las personas. También de olvidar los proyectos del futuro previsto o imaginado. Porque sobre todo y todos pesa la incertidumbre tanto como la amenaza de esta pandemia atroz. Y asumir el presente como un acotado espacio de vida. En el cual reconciliarnos con Dios y recuperar en el trato con el prójimo, como ha exhortado el Papa Francisco, los “gestos mínimos que a veces se pierden en el anonimato de la vida cotidiana.”
        En el Salmo 45 reza el salmista: “¡Deténganse y reconozcan que soy Dios, / aclamado por pueblos y naciones.! // Con nosotros está Dios, el Señor, / es el Dios de Israel nuestra defensa.” (11-12) El texto exige el esfuerzo de la reflexión, porque Dios pide que los seres humanos se detengan como frente a un ser amado. O como nos paramos a veces para contemplar el tierno rostro de un niño. O ante el silencio del atardecer en medio del campo. O desde un puente. Y aún bajo el follaje de los árboles que nos llaman al silencio. Hay que detenerse ante Dios para reconocer su Presencia, que puede dar contención a nuestra vida en medio de las sombras que cubren el mundo. Se trata de una decisión libre, que puede otorgar paz al corazón en momentos en los que advertimos el peligro que a todos nos acecha. Y percibimos la necesidad de orar. Porque si el mundo enfermo tiene necesidad de médicos, estoy segura de que también necesita de humildes orantes.

La vida está en peligro.

     Quiero citar el pasaje del evangelio de San Mateo en el que Jesús camina sobre las aguas. Él había mandado a los discípulos que  subieran a una barca. El evangelio dice que “la barca se hallaba distante (…) zarandeada por las olas, porque el viento era contrario.” ( 14, 24) Y “a la cuarta vigilia de la noche vino él hacia ellos, caminando sobre el mar” ( 14, 25) Los discípulos se asustaron al verlo andar sobre las aguas. Tuvieron miedo y gritaron. Pensaron que era un fantasma. En lo peor de la tempestad y la tormenta Jesús se hizo escuchar: “¡Ánimo, soy yo, no tengan miedo!” (14, 27)  “Pedro le respondió: Señor , si eres tú, mándame ir donde ti sobre las aguas. Ven, le dijo. Bajó Pedro de la barca y se puso a caminar sobre las aguas, yendo hacia Jesús. Pero, viendo la violencia del viento, le entró miedo y, como comenzara a hundirse, gritó: ¡Señor, sálvame! Al punto Jesús, tendiendo la mano, le agarró…” (28-31) (…) “ Subieron a la barca… Y los que estaban en la barca se postraron ante él diciendo: Verdaderamente eres tú el Hijo de Dios”. (33)                        
       Amor y temor se condicionan el uno al otro. Cuando nada se ama, nada se teme. Pero el hombre ama la vida. Y teme ante esta peligrosa virosis. La impotencia por la falta de recursos médicos para afrontarla acrecienta el temor en el encierro de las casas O en la intemperie, como sucede con los que no tienen hogar. O es precario.

Salve, Regina, Mater Misericordiae

        “Salve, Regina, Mater misericordiae”. Salve, Reina y Madre de misericordia. Tantas veces la hemos invocado en la oración de Completas, antes de entregarnos al descanso nocturno. Invoquémosla más aún ahora.
        Por la fe sabemos que “Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él (Jn 3, 17). Invoquemos, reitero, a la  Madre, desde este “valle de lágrimas” en que la pandemia tanto como las guerras y la miseria lo han convertido. Hagámoslo “los desterrados hijos de Eva.”
         Pidamos que desde los “ojos misericordiosos” de la Reina y Madre de misericordia” brille para todos los seres humanos una mirada de consuelo, que dé alivio y esperanza a tantos corazones afligidos. Que así sea.