domingo, 28 de octubre de 2018

Experimentación, embriones y animales


por Fernando Pascual, L.C. 
        Hay quienes piensan que experimentar con embriones humanos permitirá importantes progresos en la medicina. Por lo mismo, consideran que es oportuno, incluso necesario, dejar abierta esta vía de investigación para así dar esperanzas a millones de enfermos.

       Al mismo tiempo, hay quienes rechazan la experimentación con animales. Consideran que los animales tienen ciertos “derechos” y no pueden ser tratados simplemente como material biológico, ni siquiera cuando los experimentos sobre animales sirvan para descubrir importantes terapias para los seres humanos enfermos.

        Si consideramos juntas estas dos posiciones, resultaría que hay animales defendidos y seres humanos desamparados en su primera etapa de vida. Esos animales contarían con aliados convencidos, que buscan una y otra vez maneras que reciban un trato “adecuado”. Al mismo tiempo, embriones humanos serían vistos simplemente como material biológico valioso, para usar y tirar, por lo que estarían mucho más desprotegidos que ciertos animales, como ocurre ya en aquellos países que ponen serios obstáculos legales a la experimentación con animales mientras permiten el uso de embriones humanos en algunos experimentos.

        Alguno observará, y con razón, que un ratón o un mono están mucho más desarrollados que un pequeño embrión humano. Además, el ratón y el mono se mueven, dan señales de sensibilidad, incluso pueden emitir sonidos. El embrión humano, en cambio, es tan pequeño y tan “incapacitado”, que no aparecería ante los ojos del observador como un ser digno de respeto, sino simplemente como un puñado de células más o menos organizado.

        Sin embargo, entre el embrión humano y el ratón hay una diferencia profunda: el primero pertenece al género humano y el segundo no. Y los miembros del género humano tienen un estatuto particular que les hace dignos de derechos.

        Ese es el planteamiento que ha generado lo que conocemos como “derechos humanos”, que valen para todos los seres humanos, sin discriminaciones debidas al tamaño, al coeficiente intelectual, al sexo o a otras características. Si un ser humano es un sujeto de derechos, su vida vale mucho más de lo que pueda valer la vida de un animal más o menos simpático.

        Hay quienes, no podemos negarlo, rechazan la validez de los derechos humanos, o consideran que no todos los seres humanos tienen los mismos derechos. Este tipo de posturas se explica desde planteamientos que justifican discriminaciones: tienen dignidad y derechos aquellos seres humanos que reúnen ciertas características, y no los tienen quienes no llegan a esas características. Pero, ¿cuáles son esas características? ¿Y quién las establece y según qué criterios? Existen al respecto muchas posibilidades y teorías, que van desde los racistas (tienen derechos los que son de tales razas) hasta los “tamañistas” (tienen derechos quienes han llegado a cierto tamaño en su desarrollo), pasando por los que se fijan en el sexo, o en el coeficiente intelectual, o en el rédito, etc.

        Pero si el ser humano posee dignidad propia y tiene derechos, es simplemente en cuanto ser humano, no en cuanto reciba una etiqueta de calidad otorgada según criterios variables y arbitrarios.

        En el mundo en el que vivimos es posible escuchar todo tipo de teorías. Pero caemos en una situación paradójica e injusta si ocurre, como de hecho ocurre, que hay países donde golpear a ciertos animales es castigado por la ley mientras que la eliminación de los hijos en el seno de sus madres (aborto) es reconocido como un “derecho”.

        No hay justicia allí donde un ser humano, por su pequeñez o por otros motivos, es tratado con una violencia injustificada. Al revés, la justicia empieza allí donde cada ser humano, pequeño o grande, sano o enfermo, rico o pobre, es tratado y defendido en sus derechos fundamentales, empezando por el derecho básico: el que tiene a ser respetado en su propia vida. 

AutoresCatolicos.org