Homilía de monseñor Víctor Manuel Fernández, arzobispo de
La Plata, en el tedeum del 9 de Julio (Iglesia catedral, 9 de julio de 2018)
Me parece muy bueno que celebremos este Te Deum el 9 de julio, que
tiene un sentido más federal que el 25 de mayo.
Permítanme dirigirles unas sencillas palabras sobre el espíritu de la política, no la tarea concreta en sí, sino su “espíritu”, es decir, lo que podríamos llamar “la política profunda”, para que lo que construyamos esté realmente asentado sobre la roca y no sobre arena. Lo haremos enhebrando algunos párrafos del Papa Francisco.
Francisco explica que “cuando se dice que algo tiene espíritu esto suele indicar unos móviles interiores que impulsan, motivan, alientan y dan sentido a la acción personal y comunitaria” (EG 261). Cuando la acción política tiene espíritu, entonces sí es capaz de llegar a lo más hondo de las problemáticas del pueblo. Por eso dice el Papa: “¡Pido a Dios que crezca el número de políticos capaces de entrar en un auténtico diálogo que se oriente eficazmente a sanar las raíces profundas y no la apariencia de los males de nuestro mundo!” (205)
Junto con este reclamo, Francisco quiere rehabilitar la política, porque hoy se la suele denigrar hasta tal punto que parece que hay que reemplazarla por la empresa. Francisco en cambio dice que “la política, tan denigrada, es una altísima vocación, es una de las formas más preciosas de la caridad, porque busca el bien común” (EG 205).
Es una forma de la caridad que se llama precisamente “caridad política”, y que procura modificar las condiciones para que se haga posible el bien común. Si una persona ayuda a un anciano a cruzar un río, el político en cambio le construye un puente; si alguien ayuda a otro con comida, el político le crea una fuente de trabajo. De ese modo expresa su caridad, su amor. Y así, explica Francisco, la caridad no es sólo el principio de “las micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas” (EG 205).
Cuando hay caridad, amor, entonces sí hay “espíritu” en la política, y así no hay superficialidad, sino dolor, dolor de amor, como dice Francisco: “¡Ruego al Señor que nos regale más políticos a quienes les duela de verdad la sociedad, el pueblo, la vida de los pobres!” (EG 205). Esta caridad que es el corazón del espíritu de la política, es siempre un amor preferencial por los últimos.
“Amar hasta que duela” decía Teresa de Calcuta, hasta que las privaciones del otro duelan como propias.
Por eso, creo que la política se queda sin espíritu y se vuelve pragmatismo vacío cuando uno deja de amar la vida más frágil, la vida más pequeña y limitada, cuando ya no lo hiere la vida amenazada, cuando ya no se obsesiona por salvar a todos. En cambio el corazón político, que de verdad busca el bien común, siente a los otros como parte suya, los lleva dentro y todos son valiosos. Por eso le preocupa el cuidado de toda vida, protege la inmensa dignidad de cada persona humana. Desde los niños por nacer, indefensos e inocentes, hasta el más abandonado y olvidado de los pobres o enfermos.
Pero si uno no sale de la lógica de la eficiencia y el beneficio, ¿tiene sentido ocuparse de los más pobres, de los más limitados, de los menos favorecidos? Recuerda el Papa que “el solo hecho de haber nacido en un lugar con menores recursos o menor desarrollo no justifica que algunas personas vivan con menor dignidad” (EG 190). Esto es obvio, pero hay que sacar las consecuencias. Por eso Francisco hace una pregunta que para mí es el corazón de toda preocupación social. Plantea si realmente tiene sentido “invertir para que los lentos, débiles o menos dotados puedan abrirse camino en la vida” (EG 209). ¿Realmente tiene sentido para mí? ¿Tiene sentido en mi proyecto? ¿Tiene sentido en mis estrategias y esfuerzos? ¿O mi lógica es la del liberalismo más salvaje, donde el ganador se lleva todo?
En este marco es fácil entender por qué a muchos nos preocupa cuidar la vida de los que no nacieron para poder defender de verdad los derechos humanos. Porque los derechos de un ser humano se pueden defender en cualquier circunstancia solamente si ese ser humano tiene un valor no negociable. Pero si hoy le niego sus derechos porque es discapacitado, mañana se los niego porque es negro, y después se los niego porque tiene menos de 14 semanas o porque fue producto de una violación, entonces ¿qué fundamentos quedan para los derechos humanos? Siempre habrá alguna excusa para hacer desaparecer al que molesta. Que no nos digan que esto es un dogma interno de la Iglesia. No. Es humanismo. Siguen diciendo que son dogmas exclusivos de los creyentes. Sin embargo, el presidente uruguayo Tabaré Vázquez, siendo agnóstico, vetó una ley de aborto. No lo movía un dogma sino una convicción profundamente humanista, la convicción de que la vida humana se defiende siempre o siempre quedará expuesta a cualquier atropello. En cambio, la liviandad con la que se está tratando el tema de la vida en el congreso, junto con la escasa creatividad que hay para buscar soluciones alternativas, nos da un indicio de una profunda crisis en la política argentina.
La opción por los pequeños, por los más débiles, por los más pobres, supone percibir el altísimo valor de cada uno de ellos, e implica, según Francisco, “servir al otro no por necesidad o por vanidad, sino porque él es bello, más allá de su apariencia… y esto diferencia la auténtica opción por los pobres de cualquier ideología, de cualquier intento de utilizar a los pobres al servicio de intereses personales o políticos” (EG 199). ¡Cuánto vale cada ser humano!
No como un político que recuerdo. Era muy querido por la gente, muy popular. Siempre sonreía y visitaba los barrios pobres. Pero en uno de sus actos, después de la movida hubo una cena, y se acercaban muchas personas pobres a besarlo. Hasta que en un momento dijo a sus secretarios con molestia: “¡pero sáquenme estos negros de encima!”. Eso es política sin espíritu, y es peor que populismo. Es sencillamente mentira y politiquería barata.
Ahora, si un político tiene fe cristiana, más allá de que sea practicante o no, las convicciones del Evangelio le agregan una densidad impensada a esta preocupación por la vida de los pobres y frágiles. Veamos cómo lo expresa Francisco con un crudo ejemplo:
“Cuando encuentro a una persona durmiendo a la intemperie, en una noche fría, puedo sentir que ese bulto es un imprevisto que me interrumpe, un delincuente ocioso, un estorbo en mi camino, un aguijón molesto para mi conciencia, un problema que deben resolver los políticos, y quizá hasta una basura que ensucia el espacio público. O puedo reaccionar desde la fe y la caridad, y reconocer en él a un ser humano con mi misma dignidad, a una creatura infinitamente amada por el Padre, a una imagen de Dios, a un hermano redimido por Jesucristo. ¡Eso es ser cristianos! ¿O acaso puede entenderse la santidad al margen de este reconocimiento vivo de la dignidad de todo ser humano?” (GE 98).
Sólo con esta mirada del corazón, que percibe la dignidad del otro, los pobres son valorados en su inmensa dignidad, respetados en su estilo propio y en su cultura, y por lo tanto verdaderamente integrados en la sociedad. Esta mirada es el núcleo del verdadero espíritu de la política.
Y esto produce lo que me gusta llamar “pacto cultural”. Y estoy convencido que a la larga algunos buenos políticos fracasan porque no entienden esto. No hablo de la cultura en sentido académico, de la cultura como ilustración, sino en su sentido más amplio: como forma de vida de un grupo humano, como estilo, como formas de pensar, de trabajar, de expresar la propia fe y de festejar. Y aquí hay una vieja grieta en Argentina. Porque se puede ayudar a los pobres, pero muchas veces con un discreto desprecio: “no son como nosotros”, son vagos, no les interesa nada, son manipulados por los populistas, son grasas. Por eso no basta un pacto moral, ni un pacto político. Hace falta un “pacto cultural”, que implica integrar y valorar a todos con su propia cultura, no con una copia de la mía. Y entonces sacarlos de la pobreza, por supuesto, eso es lo que todos queremos. Pero sin quitarles sus propios valores, sin convertirlos en desarraigados sin alegría. Los que más han recibido de la vida tienen mucha más responsabilidad en la construcción de este tipo de vínculos, y la política también debería estar al servicio de este “pacto cultural” cargado de amor por los descartados de la sociedad. Este amor sincero a la vida de los pequeños es entonces mí la primera nota del espíritu de la política.
Un segundo punto de este “espíritu” de la política es lo que Francisco llama una “cultura del encuentro”: que el amor al encuentro entre nosotros se haga cultura, se haga carne, convicción, deseo, y no una mera estrategia de supervivencia.
Principalmente aquel a quien le toca gobernar, está llamado a renuncias que hagan posible este encuentro, y busca la confluencia al menos en algunos temas. Porque sabe escuchar el punto de vista del otro facilitando que todos tengan un espacio. Sólo con renuncias un gobernante puede ayudar a crear ese hermoso poliedro donde todos brillan. En esto no funcionan las negociaciones de tipo económico, porque esto es algo más, es un intercambio de recíprocas ofrendas en favor del bien común. Parece una utopía ingenua, pero no podemos renunciar a este altísimo objetivo.
Miremos concretamente los dos partidos políticos ya clásicos en Argentina. El radicalismo, acentuando los valores cívicos y republicanos y la educación pública. El justicialismo, destacando los derechos sociales y comprendiendo la cultura popular. ¿Cómo no podrían enriquecerse mutuamente sin negar el núcleo más valioso del otro? La identidad de cada uno es parte del poliedro, es su aporte, es su don para los otros. Pero es una identidad que puede ser fecundada por el otro, sin que eso la haga desaparecer.
El tercer gran tema de este “espíritu” de la política es el deseo de promover a todos. Al político de alma no le alcanza con resolver urgencias o con subsidiar. Ama promover al otro, desea su desarrollo integral, su educación, su cultura, su espiritualidad, todo lo que dignifica a la persona y le permite ser adulto y tomar la vida en sus manos. Pero esto supone una profunda valoración del trabajo. Es en realidad la gran preocupación del Papa Francisco: que todos puedan tener acceso a alguna actividad que le permita ganarse el pan dando algo de sí. Esto es en realidad lo contrario del llamado populismo, palabra tan gastada en los últimos tiempos para referirse despectivamente a cualquiera que defienda los derechos de los más desprotegidos. Fíjense en cambio lo que dice Francisco, textualmente:
“Ayudar a los pobres con dinero debe ser siempre una solución provisoria para resolver urgencias. El gran objetivo debería ser siempre permitirles una vida digna a través del trabajo” (LS 128).
No se trata de igualar, y en la práctica eso es imposible en este mundo, pero sí de que todos puedan vivir lo más dignamente posible desarrollando lo mejor de sí.
Pero claro, esto supone que la orientación de la economía incluya de manera directa, no indirecta, este objetivo. Hoy en día, vuelve a aparecer aquella vieja convicción mágica del derrame, aunque no se use esta palabra. Que lleguen capitales, y todo va a derramar. Es un mito implícito que parece un dogma de fe. Sin embargo, un ultracapitalista como Lester Thurow ya decía que esa suposición del derrame nunca se mostró realmente eficaz por más de veinte años. La gente apuesta, se esfuerza, confía, y luego se produce una devaluación, apuesta de nuevo, viene el corralito la deja patas para arriba, pero apuesta de nuevo; después surge una crisis de hipotecas en Estados Unido y de nuevo ve su salario depreciado; apuesta de nuevo y a los cinco años una variable inesperada le licúa el sueldo y los ahorros. Ya está claro que la economía no funciona como las matemáticas y que se vuelve cada vez más difícil confiar en las recetas mágicas.
Para colmo, no tenemos que confiar en un derrame, sino en lo que realmente podría llegar a ocurrir en el mejor de los casos: un goteo (“trinkle down effect”).
El hecho es que un porcentaje ínfimo de la población mundial acumula una gran parte de la riqueza del planeta, y así posee enormes posibilidades para formarse, para cultivarse, para crecer y para gozar. Las grandes fortunas ya superan los cien billones de dólares y unas mil personas tienen más de mil millones de dólares de patrimonio, muchas veces amasados por las prerrogativas que muchos de ellos aprovechan en momentos de crisis política y económica. Unos pocos hacen una gran fiesta, con la excusa de garantizar la confianza de los mercados, y la mayoría ve lastimada su calidad de vida. Y esas fortunas no derraman, sólo gotean, como pasa con los perritos que comen las migajas de pan que caen de una mesa llena de manjares.
Dice Francisco que “en definitiva lo que no se afronta con energía es el problema de la economía real, la que hace posible que se diversifique y mejore la producción, que las empresas funcionen… y creen empleo” (LS 189). Por eso me planteo algunas preguntas: ¿Qué estamos elaborando para el crecimiento de la economía real? Qué formas de inversión y producción favorecen la creación de más fuentes de trabajo? ¿Cómo planificar un desarrollo desde las posibilidades que tiene Argentina, sobre todo en lo que se refiere a la diversificación de la producción? ¿Qué formas de inversión productiva podemos ir desarrollando que generen rentabilidad y promuevan un nuevo ciclo largo para su expansión?, ¿Cómo incentivamos las iniciativas que dejan el dinero en el país y provocan un crecimiento no de papeles o dibujos financieros sino de bienes reales? ¿Cómo acompañar a los que crean, innovan, hacen, más que a los que especulan? Imagino que sólo así habrá fuentes de trabajo para los pobres, y podremos ayudarles a pescar más que regalarles el pescado, podremos promoverlos verdaderamente dándoles trabajo digno.
Discúlpenme esta digresión, porque yo no soy especialista en macroeconomía, y podrían decir que no hable de lo que no sé. Lo que sí sé es que los privilegiados son los últimos, los más débiles y abandonados. Recordemos aquella pregunta: “¿Tiene sentido preocuparse directamente por ellos?”
Pero ahora propongo una última pregunta, que quiero compartir con los políticos presentes que tienen un corazón creyente: ¿Cómo podemos vivir los cristianos este espíritu de la política? Jesús es nuestro modelo. No era un político, pero era el Dios hecho carne con la gente, metido en las entrañas del pueblo y de la historia. Su entrega en la cruz no es más que la culminación de ese estilo que marcó toda su existencia. Cautivados por ese modelo, deseamos integrarnos a fondo en la sociedad, compartimos la vida con todos, escuchamos sus inquietudes, colaboramos con su desarrollo, nos alegramos con los que están alegres, lloramos con los que lloran y nos comprometemos en la construcción de un mundo nuevo, codo a codo con los demás. Pero no por obligación, no como un peso que nos desgasta, sino como una opción personal que nos llena de alegría y nos otorga una identidad (cf. EG 269-274).
Igual que Jesús, podemos estar siempre pensando en cómo promover a los últimos, porque, como dice Francisco “más allá de toda apariencia, cada uno es inmensamente sagrado y merece nuestro cariño y nuestra entrega. Por ello, si logro ayudar a una sola persona a vivir mejor, eso ya justifica la entrega de mi vida. Es lindo ser pueblo de Dios ¡Y alcanzamos plenitud cuando rompemos las paredes, y el corazón se nos llena de rostros y de nombres!” (EG 274).
Uno no siempre logra exactamente lo que espera. Pero si tiene bien claros los objetivos, y se entrega en cuerpo y alma, y pone toda su creatividad junto con los otros, entonces sin duda será fecundo. Tendrá momentos duros, incomprensiones de algunos, no siempre tendrán visibilidad sus logros más perdurables, y quizás el fruto de su entrega más precioso lo recogerán otros, pero sin duda esa entrega será fecunda, a veces de formas misteriosas. Y la conciencia estará tranquila y el corazón estará serenamente feliz.
Como dice el Papa Francisco, la fecundidad “es muchas veces invisible, inaferrable, no puede ser contabilizada. Uno sabe bien que su vida dará frutos, pero sin pretender saber cómo, ni dónde, ni cuándo. Tiene la certeza de que no se pierde ninguno de sus trabajos realizados con amor, no se pierde ninguna de sus preocupaciones sinceras por los demás, no se pierde ningún acto de amor a Dios, no se pierde ningún cansancio generoso, no se pierde ninguna dolorosa paciencia. Todo eso da vueltas por el mundo como una fuerza de vida. (EG 279)
Entonces la política es inmensamente más noble que la apariencia, que el marketing, que distintas formas de maquillaje mediático. Todo eso no deja ninguna marca en la historia. Es humo. Por eso algunos días la pregunta tiene que ser: “¿Para qué? ¿Dónde estoy apuntando realmente? ¿Qué voy a dejar? ¿Qué fuerzas estoy desatando? ¿Qué marca quiero dejar?”
Pasados los años la pregunta no será: “cuántos me aprobaron, cuántos me votaron, cuántos tuvieron una imagen positiva de mí”. La pregunta, a veces dolorosa, será: “cómo concreté mis sueños, qué logré realmente, en qué hice avanzar a la gente, que lazos reales construí, qué fuerzas positivas desaté, cuánta paz social sembré, qué provoqué en el lugar que se me encomendó”.
Pero cuando en el corazón están los últimos y las manos están en el barro de la verdadera lucha, siempre se hace presente la Cruz. Porque nada grande se consigue sin sangre. Pero en la Cruz está María, para nosotros la Virgen de Luján, la madrecita de los argentinos. Por eso quiero concluir con este párrafo mariano del Papa Francisco:
“En la cruz, cuando Cristo sufría en su carne el dramático encuentro entre el pecado del mundo y la misericordia divina, pudo ver a sus pies la consoladora presencia de la Madre […] María es la que sabe transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura. Ella es la esclavita del Padre, que se estremece en la alabanza. Ella es la amiga siempre atenta para que no falte el vino en nuestras vidas. Ella es la del corazón abierto por la espada, que comprende todas las penas. Como madre de todos, es signo de esperanza para los pueblos que sufren dolores de parto hasta que brote la justicia. Ella es la misionera que se acerca a nosotros para acompañarnos por la vida, abriendo los corazones a la fe con su cariño materno. Como una verdadera madre, ella camina con nosotros, lucha con nosotros, y derrama incesantemente la cercanía del amor de Dios” (EG 285-286).
Querida gobernadora, estimados intendentes, muchas gracias por todo lo que genuinamente puedan hacer pensando en el bien de todos. Y al gran pueblo argentino “¡Salud!”
Mons. Víctor Manuel Fernández, arzobispo de La Plata
Permítanme dirigirles unas sencillas palabras sobre el espíritu de la política, no la tarea concreta en sí, sino su “espíritu”, es decir, lo que podríamos llamar “la política profunda”, para que lo que construyamos esté realmente asentado sobre la roca y no sobre arena. Lo haremos enhebrando algunos párrafos del Papa Francisco.
Francisco explica que “cuando se dice que algo tiene espíritu esto suele indicar unos móviles interiores que impulsan, motivan, alientan y dan sentido a la acción personal y comunitaria” (EG 261). Cuando la acción política tiene espíritu, entonces sí es capaz de llegar a lo más hondo de las problemáticas del pueblo. Por eso dice el Papa: “¡Pido a Dios que crezca el número de políticos capaces de entrar en un auténtico diálogo que se oriente eficazmente a sanar las raíces profundas y no la apariencia de los males de nuestro mundo!” (205)
Junto con este reclamo, Francisco quiere rehabilitar la política, porque hoy se la suele denigrar hasta tal punto que parece que hay que reemplazarla por la empresa. Francisco en cambio dice que “la política, tan denigrada, es una altísima vocación, es una de las formas más preciosas de la caridad, porque busca el bien común” (EG 205).
Es una forma de la caridad que se llama precisamente “caridad política”, y que procura modificar las condiciones para que se haga posible el bien común. Si una persona ayuda a un anciano a cruzar un río, el político en cambio le construye un puente; si alguien ayuda a otro con comida, el político le crea una fuente de trabajo. De ese modo expresa su caridad, su amor. Y así, explica Francisco, la caridad no es sólo el principio de “las micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas” (EG 205).
Cuando hay caridad, amor, entonces sí hay “espíritu” en la política, y así no hay superficialidad, sino dolor, dolor de amor, como dice Francisco: “¡Ruego al Señor que nos regale más políticos a quienes les duela de verdad la sociedad, el pueblo, la vida de los pobres!” (EG 205). Esta caridad que es el corazón del espíritu de la política, es siempre un amor preferencial por los últimos.
“Amar hasta que duela” decía Teresa de Calcuta, hasta que las privaciones del otro duelan como propias.
Por eso, creo que la política se queda sin espíritu y se vuelve pragmatismo vacío cuando uno deja de amar la vida más frágil, la vida más pequeña y limitada, cuando ya no lo hiere la vida amenazada, cuando ya no se obsesiona por salvar a todos. En cambio el corazón político, que de verdad busca el bien común, siente a los otros como parte suya, los lleva dentro y todos son valiosos. Por eso le preocupa el cuidado de toda vida, protege la inmensa dignidad de cada persona humana. Desde los niños por nacer, indefensos e inocentes, hasta el más abandonado y olvidado de los pobres o enfermos.
Pero si uno no sale de la lógica de la eficiencia y el beneficio, ¿tiene sentido ocuparse de los más pobres, de los más limitados, de los menos favorecidos? Recuerda el Papa que “el solo hecho de haber nacido en un lugar con menores recursos o menor desarrollo no justifica que algunas personas vivan con menor dignidad” (EG 190). Esto es obvio, pero hay que sacar las consecuencias. Por eso Francisco hace una pregunta que para mí es el corazón de toda preocupación social. Plantea si realmente tiene sentido “invertir para que los lentos, débiles o menos dotados puedan abrirse camino en la vida” (EG 209). ¿Realmente tiene sentido para mí? ¿Tiene sentido en mi proyecto? ¿Tiene sentido en mis estrategias y esfuerzos? ¿O mi lógica es la del liberalismo más salvaje, donde el ganador se lleva todo?
En este marco es fácil entender por qué a muchos nos preocupa cuidar la vida de los que no nacieron para poder defender de verdad los derechos humanos. Porque los derechos de un ser humano se pueden defender en cualquier circunstancia solamente si ese ser humano tiene un valor no negociable. Pero si hoy le niego sus derechos porque es discapacitado, mañana se los niego porque es negro, y después se los niego porque tiene menos de 14 semanas o porque fue producto de una violación, entonces ¿qué fundamentos quedan para los derechos humanos? Siempre habrá alguna excusa para hacer desaparecer al que molesta. Que no nos digan que esto es un dogma interno de la Iglesia. No. Es humanismo. Siguen diciendo que son dogmas exclusivos de los creyentes. Sin embargo, el presidente uruguayo Tabaré Vázquez, siendo agnóstico, vetó una ley de aborto. No lo movía un dogma sino una convicción profundamente humanista, la convicción de que la vida humana se defiende siempre o siempre quedará expuesta a cualquier atropello. En cambio, la liviandad con la que se está tratando el tema de la vida en el congreso, junto con la escasa creatividad que hay para buscar soluciones alternativas, nos da un indicio de una profunda crisis en la política argentina.
La opción por los pequeños, por los más débiles, por los más pobres, supone percibir el altísimo valor de cada uno de ellos, e implica, según Francisco, “servir al otro no por necesidad o por vanidad, sino porque él es bello, más allá de su apariencia… y esto diferencia la auténtica opción por los pobres de cualquier ideología, de cualquier intento de utilizar a los pobres al servicio de intereses personales o políticos” (EG 199). ¡Cuánto vale cada ser humano!
No como un político que recuerdo. Era muy querido por la gente, muy popular. Siempre sonreía y visitaba los barrios pobres. Pero en uno de sus actos, después de la movida hubo una cena, y se acercaban muchas personas pobres a besarlo. Hasta que en un momento dijo a sus secretarios con molestia: “¡pero sáquenme estos negros de encima!”. Eso es política sin espíritu, y es peor que populismo. Es sencillamente mentira y politiquería barata.
Ahora, si un político tiene fe cristiana, más allá de que sea practicante o no, las convicciones del Evangelio le agregan una densidad impensada a esta preocupación por la vida de los pobres y frágiles. Veamos cómo lo expresa Francisco con un crudo ejemplo:
“Cuando encuentro a una persona durmiendo a la intemperie, en una noche fría, puedo sentir que ese bulto es un imprevisto que me interrumpe, un delincuente ocioso, un estorbo en mi camino, un aguijón molesto para mi conciencia, un problema que deben resolver los políticos, y quizá hasta una basura que ensucia el espacio público. O puedo reaccionar desde la fe y la caridad, y reconocer en él a un ser humano con mi misma dignidad, a una creatura infinitamente amada por el Padre, a una imagen de Dios, a un hermano redimido por Jesucristo. ¡Eso es ser cristianos! ¿O acaso puede entenderse la santidad al margen de este reconocimiento vivo de la dignidad de todo ser humano?” (GE 98).
Sólo con esta mirada del corazón, que percibe la dignidad del otro, los pobres son valorados en su inmensa dignidad, respetados en su estilo propio y en su cultura, y por lo tanto verdaderamente integrados en la sociedad. Esta mirada es el núcleo del verdadero espíritu de la política.
Y esto produce lo que me gusta llamar “pacto cultural”. Y estoy convencido que a la larga algunos buenos políticos fracasan porque no entienden esto. No hablo de la cultura en sentido académico, de la cultura como ilustración, sino en su sentido más amplio: como forma de vida de un grupo humano, como estilo, como formas de pensar, de trabajar, de expresar la propia fe y de festejar. Y aquí hay una vieja grieta en Argentina. Porque se puede ayudar a los pobres, pero muchas veces con un discreto desprecio: “no son como nosotros”, son vagos, no les interesa nada, son manipulados por los populistas, son grasas. Por eso no basta un pacto moral, ni un pacto político. Hace falta un “pacto cultural”, que implica integrar y valorar a todos con su propia cultura, no con una copia de la mía. Y entonces sacarlos de la pobreza, por supuesto, eso es lo que todos queremos. Pero sin quitarles sus propios valores, sin convertirlos en desarraigados sin alegría. Los que más han recibido de la vida tienen mucha más responsabilidad en la construcción de este tipo de vínculos, y la política también debería estar al servicio de este “pacto cultural” cargado de amor por los descartados de la sociedad. Este amor sincero a la vida de los pequeños es entonces mí la primera nota del espíritu de la política.
Un segundo punto de este “espíritu” de la política es lo que Francisco llama una “cultura del encuentro”: que el amor al encuentro entre nosotros se haga cultura, se haga carne, convicción, deseo, y no una mera estrategia de supervivencia.
Principalmente aquel a quien le toca gobernar, está llamado a renuncias que hagan posible este encuentro, y busca la confluencia al menos en algunos temas. Porque sabe escuchar el punto de vista del otro facilitando que todos tengan un espacio. Sólo con renuncias un gobernante puede ayudar a crear ese hermoso poliedro donde todos brillan. En esto no funcionan las negociaciones de tipo económico, porque esto es algo más, es un intercambio de recíprocas ofrendas en favor del bien común. Parece una utopía ingenua, pero no podemos renunciar a este altísimo objetivo.
Miremos concretamente los dos partidos políticos ya clásicos en Argentina. El radicalismo, acentuando los valores cívicos y republicanos y la educación pública. El justicialismo, destacando los derechos sociales y comprendiendo la cultura popular. ¿Cómo no podrían enriquecerse mutuamente sin negar el núcleo más valioso del otro? La identidad de cada uno es parte del poliedro, es su aporte, es su don para los otros. Pero es una identidad que puede ser fecundada por el otro, sin que eso la haga desaparecer.
El tercer gran tema de este “espíritu” de la política es el deseo de promover a todos. Al político de alma no le alcanza con resolver urgencias o con subsidiar. Ama promover al otro, desea su desarrollo integral, su educación, su cultura, su espiritualidad, todo lo que dignifica a la persona y le permite ser adulto y tomar la vida en sus manos. Pero esto supone una profunda valoración del trabajo. Es en realidad la gran preocupación del Papa Francisco: que todos puedan tener acceso a alguna actividad que le permita ganarse el pan dando algo de sí. Esto es en realidad lo contrario del llamado populismo, palabra tan gastada en los últimos tiempos para referirse despectivamente a cualquiera que defienda los derechos de los más desprotegidos. Fíjense en cambio lo que dice Francisco, textualmente:
“Ayudar a los pobres con dinero debe ser siempre una solución provisoria para resolver urgencias. El gran objetivo debería ser siempre permitirles una vida digna a través del trabajo” (LS 128).
No se trata de igualar, y en la práctica eso es imposible en este mundo, pero sí de que todos puedan vivir lo más dignamente posible desarrollando lo mejor de sí.
Pero claro, esto supone que la orientación de la economía incluya de manera directa, no indirecta, este objetivo. Hoy en día, vuelve a aparecer aquella vieja convicción mágica del derrame, aunque no se use esta palabra. Que lleguen capitales, y todo va a derramar. Es un mito implícito que parece un dogma de fe. Sin embargo, un ultracapitalista como Lester Thurow ya decía que esa suposición del derrame nunca se mostró realmente eficaz por más de veinte años. La gente apuesta, se esfuerza, confía, y luego se produce una devaluación, apuesta de nuevo, viene el corralito la deja patas para arriba, pero apuesta de nuevo; después surge una crisis de hipotecas en Estados Unido y de nuevo ve su salario depreciado; apuesta de nuevo y a los cinco años una variable inesperada le licúa el sueldo y los ahorros. Ya está claro que la economía no funciona como las matemáticas y que se vuelve cada vez más difícil confiar en las recetas mágicas.
Para colmo, no tenemos que confiar en un derrame, sino en lo que realmente podría llegar a ocurrir en el mejor de los casos: un goteo (“trinkle down effect”).
El hecho es que un porcentaje ínfimo de la población mundial acumula una gran parte de la riqueza del planeta, y así posee enormes posibilidades para formarse, para cultivarse, para crecer y para gozar. Las grandes fortunas ya superan los cien billones de dólares y unas mil personas tienen más de mil millones de dólares de patrimonio, muchas veces amasados por las prerrogativas que muchos de ellos aprovechan en momentos de crisis política y económica. Unos pocos hacen una gran fiesta, con la excusa de garantizar la confianza de los mercados, y la mayoría ve lastimada su calidad de vida. Y esas fortunas no derraman, sólo gotean, como pasa con los perritos que comen las migajas de pan que caen de una mesa llena de manjares.
Dice Francisco que “en definitiva lo que no se afronta con energía es el problema de la economía real, la que hace posible que se diversifique y mejore la producción, que las empresas funcionen… y creen empleo” (LS 189). Por eso me planteo algunas preguntas: ¿Qué estamos elaborando para el crecimiento de la economía real? Qué formas de inversión y producción favorecen la creación de más fuentes de trabajo? ¿Cómo planificar un desarrollo desde las posibilidades que tiene Argentina, sobre todo en lo que se refiere a la diversificación de la producción? ¿Qué formas de inversión productiva podemos ir desarrollando que generen rentabilidad y promuevan un nuevo ciclo largo para su expansión?, ¿Cómo incentivamos las iniciativas que dejan el dinero en el país y provocan un crecimiento no de papeles o dibujos financieros sino de bienes reales? ¿Cómo acompañar a los que crean, innovan, hacen, más que a los que especulan? Imagino que sólo así habrá fuentes de trabajo para los pobres, y podremos ayudarles a pescar más que regalarles el pescado, podremos promoverlos verdaderamente dándoles trabajo digno.
Discúlpenme esta digresión, porque yo no soy especialista en macroeconomía, y podrían decir que no hable de lo que no sé. Lo que sí sé es que los privilegiados son los últimos, los más débiles y abandonados. Recordemos aquella pregunta: “¿Tiene sentido preocuparse directamente por ellos?”
Pero ahora propongo una última pregunta, que quiero compartir con los políticos presentes que tienen un corazón creyente: ¿Cómo podemos vivir los cristianos este espíritu de la política? Jesús es nuestro modelo. No era un político, pero era el Dios hecho carne con la gente, metido en las entrañas del pueblo y de la historia. Su entrega en la cruz no es más que la culminación de ese estilo que marcó toda su existencia. Cautivados por ese modelo, deseamos integrarnos a fondo en la sociedad, compartimos la vida con todos, escuchamos sus inquietudes, colaboramos con su desarrollo, nos alegramos con los que están alegres, lloramos con los que lloran y nos comprometemos en la construcción de un mundo nuevo, codo a codo con los demás. Pero no por obligación, no como un peso que nos desgasta, sino como una opción personal que nos llena de alegría y nos otorga una identidad (cf. EG 269-274).
Igual que Jesús, podemos estar siempre pensando en cómo promover a los últimos, porque, como dice Francisco “más allá de toda apariencia, cada uno es inmensamente sagrado y merece nuestro cariño y nuestra entrega. Por ello, si logro ayudar a una sola persona a vivir mejor, eso ya justifica la entrega de mi vida. Es lindo ser pueblo de Dios ¡Y alcanzamos plenitud cuando rompemos las paredes, y el corazón se nos llena de rostros y de nombres!” (EG 274).
Uno no siempre logra exactamente lo que espera. Pero si tiene bien claros los objetivos, y se entrega en cuerpo y alma, y pone toda su creatividad junto con los otros, entonces sin duda será fecundo. Tendrá momentos duros, incomprensiones de algunos, no siempre tendrán visibilidad sus logros más perdurables, y quizás el fruto de su entrega más precioso lo recogerán otros, pero sin duda esa entrega será fecunda, a veces de formas misteriosas. Y la conciencia estará tranquila y el corazón estará serenamente feliz.
Como dice el Papa Francisco, la fecundidad “es muchas veces invisible, inaferrable, no puede ser contabilizada. Uno sabe bien que su vida dará frutos, pero sin pretender saber cómo, ni dónde, ni cuándo. Tiene la certeza de que no se pierde ninguno de sus trabajos realizados con amor, no se pierde ninguna de sus preocupaciones sinceras por los demás, no se pierde ningún acto de amor a Dios, no se pierde ningún cansancio generoso, no se pierde ninguna dolorosa paciencia. Todo eso da vueltas por el mundo como una fuerza de vida. (EG 279)
Entonces la política es inmensamente más noble que la apariencia, que el marketing, que distintas formas de maquillaje mediático. Todo eso no deja ninguna marca en la historia. Es humo. Por eso algunos días la pregunta tiene que ser: “¿Para qué? ¿Dónde estoy apuntando realmente? ¿Qué voy a dejar? ¿Qué fuerzas estoy desatando? ¿Qué marca quiero dejar?”
Pasados los años la pregunta no será: “cuántos me aprobaron, cuántos me votaron, cuántos tuvieron una imagen positiva de mí”. La pregunta, a veces dolorosa, será: “cómo concreté mis sueños, qué logré realmente, en qué hice avanzar a la gente, que lazos reales construí, qué fuerzas positivas desaté, cuánta paz social sembré, qué provoqué en el lugar que se me encomendó”.
Pero cuando en el corazón están los últimos y las manos están en el barro de la verdadera lucha, siempre se hace presente la Cruz. Porque nada grande se consigue sin sangre. Pero en la Cruz está María, para nosotros la Virgen de Luján, la madrecita de los argentinos. Por eso quiero concluir con este párrafo mariano del Papa Francisco:
“En la cruz, cuando Cristo sufría en su carne el dramático encuentro entre el pecado del mundo y la misericordia divina, pudo ver a sus pies la consoladora presencia de la Madre […] María es la que sabe transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura. Ella es la esclavita del Padre, que se estremece en la alabanza. Ella es la amiga siempre atenta para que no falte el vino en nuestras vidas. Ella es la del corazón abierto por la espada, que comprende todas las penas. Como madre de todos, es signo de esperanza para los pueblos que sufren dolores de parto hasta que brote la justicia. Ella es la misionera que se acerca a nosotros para acompañarnos por la vida, abriendo los corazones a la fe con su cariño materno. Como una verdadera madre, ella camina con nosotros, lucha con nosotros, y derrama incesantemente la cercanía del amor de Dios” (EG 285-286).
Querida gobernadora, estimados intendentes, muchas gracias por todo lo que genuinamente puedan hacer pensando en el bien de todos. Y al gran pueblo argentino “¡Salud!”
Mons. Víctor Manuel Fernández, arzobispo de La Plata
AICA