lunes, 9 de abril de 2018

Me casé, ¡pero no quiero tener hijos!



Un hijo siempre será "el don más excelente del matrimonio".

Una reflexión acerca de la generación de hijos pide, antes que nada, una reflexión acerca de la realidad de la cual depende: el matrimonio.

Considerando atentamente los datos de la Biblia y su tradición, los elementos esenciales del matrimonio cristiano son la unidad, la indisolubilidad y la fecundidad (Cf. Gn 1, 28; 2, 24, Mt 19, 4-6).

De hecho, es doble la finalidad de la unión conyugal: el bien de los cónyuges, que se entregan mutuamente en el amor, y la transmisión de la vida, como desbordamiento de ese amor que sienten el uno por el otro y que no puede agotarse en el interior de la propia pareja (Catecismo de la Iglesia Católica, 2363).

En realidad, por su propia naturaleza, el matrimonio está ordenado a la generación y a la educación de los hijos (Cf. Gaudium et spes, 50).

El mismo Dios que creó al hombre y a la mujer y los entregó el uno al otro, les confió la sublime misión de colaborar con Él en la obra de la creación, cuando les dijo: “Sean fecundos y multiplíquense” (Gn 1, 28).

Una pareja, por lo tanto, que se cierra a la transmisión de la vida – sin que exista un motivo suficientemente grave y justo – termina por negar un elemento intrínseco al matrimonio, es decir, que está en la propia esencia del sacramento que recibieron al casarse.

De hecho, una de las preguntas que se hace a la pareja durante la celebración litúrgica del matrimonio les cuestiona si están dispuestos a recibir, con amor, a los hijos que les fueren confiados por Dios.

Es un hecho, hoy, que muchas parejas optan por no tener hijos y son muchos los motivos que podemos enumerar para intentar explicar ese fenómeno.

En primer lugar, tenemos la llamada cultura del individualismo, que propone el yo como valor absoluto y cuyos efectos son sumamente destructivos de las relaciones humanas.

Una consecuencia muy concreta de esa mentalidad es la idea de que los hijos restringen la libertad de la pareja y, por lo tanto, se vuelven un obstáculo para la concreción de sus proyectos individuales. Para ellas, los hijos son una deuda, no una dádiva (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2378).

Es creciente, también, la llamada cultura de lo temporal, que lleva a las personas a rechazar todo lo que pide responsabilidad y compromiso.

Además de eso, la situación económica actual y los diversos problemas sociales terminan por producir en las personas la sensación de inestabilidad y miedo en relación al futuro.

“La tarea fundamental del matrimonio y de la familia es estar al servicio de la vida” (CIC, 1653), de modo que el rechazo de esa misión divina por parte de los que pueden realizarla es, como mínimo, una contradicción.

Naturalmente que no estamos haciendo una reflexión que pretende reproducir en el presente el pasado, cuando las parejas, a pesar de los pocos recursos materiales, tenían muchos hijos.

De hecho, la generación de un hijo no es, solamente, un acto biológico, sino que presupone aquello que el papa Francisco llama responsabilidad generadora (Cf. Amoris laetitia, 82), en el sentido de que la vida generada necesita, necesariamente, acompañamiento material, afectivo y espiritual por parte de los que la generan.

La Iglesia es maestra al enseñar que el matrimonio está, naturalmente, ordenado a la transmisión de la vida, pero es madre al instruir a sus hijos sobre la manera verdaderamente humana y cristiana de vivir el don de la paternidad y la maternidad: respetando la voluntad de Dios, en acuerdo y esfuerzo comunes, considerando las condiciones del tiempo y de la propia situación y con responsabilidad generosa.

Es importante decir, además, que el matrimonio no fue instituido teniendo en cuenta, solamente, la procreación (Cf. Gaudium et spes, 50).

Recordemos que existen parejas que, incluso después de recurrir a los recursos médicos legítimos, no pueden tener hijos. La adopción, para ellos, puede ser un camino válido para realizar la paternidad y la maternidad de manera generosa, ofreciendo un hogar y amor a quien está privado de un ambiente familiar adecuado.

Las dificultades y exigencias del tiempo presente no pueden ser ignoradas. Pero un hijo no puede ser pensado a medida de la propia comodidad. Este siempre será “el don más excelente del matrimonio” (CIC, 2378). ¡Dios da la misión, pero concede, también, la gracia necesaria para realizarla bien!

 Por Jefferson Antônio da Silva Monsani, a través de A12.
Aleteia  Abr 09, 2018