domingo, 13 de agosto de 2017

Dos barreras contra el AIDS


por Fernando Pascual, L.C.

         En un mundo pluralista puedes escuchar de todo. Hasta esto: “no es necesario hacer tanta polémica sobre el tema del AIDS, pues también el virus tiene derecho a su existencia...”

Es obvio que quien lanzó a los vientos este disparate no debe sufrir el calvario que recorre quien ha sido invadido por este inquieto y todavía no controlado virus de la guadaña traicionera...

         El AIDS ha seguido, a lo largo de su expansión en los años 80, una serie de saltos que nos hacen más urgente el levantar barreras contra su fuerza. Si al inicio se desarrolló la epidemia entre ciertos grupos humanos, como los homosexuales y los drogadictos, hoy el fenómeno del AIDS toca a cualquier tipo y categoría de personas, y no ha sido detenido en ningún lugar del planeta. El drama es especialmente grave en el Africa subsahariana, donde, según datos recientes de la Organización Mundial de la Salud, viven más de 24 millones de personas portadoras del virus. Las continuas campañas en favor del preservativo (del condom) no han dado los resultados deseados, y por ello cada año aumenta el número de contagiados en todo el planeta en más de 5 millones de personas, lo que equivale a 11 infecciones por minuto. Es un dato frío, pero detrás de cada uno de esos 11 rostros de este minuto fatídico se esconde un drama personal y, quizá, la fuente de contagio de nuevas personas que entrarán en relación con los nuevos invadidos por un sencillo y poco ruidoso virus microscópico...

         Pero es posible levantar una doble barrera contra esta terrible plaga. La primera, la del respeto y amor solidario. El contagiado con el virus del AIDS (el VIH) es un ser que no deja de perder su condición humana, su dignidad, su nombre y apellido, su historia, su capacidad de actuar libremente, para hacer el bien o, también, para hacer el mal. No es un objeto peligroso del que hay que huir. No es una potencial fuente de contagio entre sus compañeros de trabajo, por la sencilla razón de que el virus del AIDS sólo puede viajar “en caliente”, de sangre a sangre, de suero a suero, de herida a herida. No puede resistir el contacto con el aire o el agua, y así no se difunde ni por un estornudo ni porque nos encontremos en una piscina nadando junto a un hombre infectado. Por eso, el VIH necesita, para difundirse, el apoyo de una jeringa, una transfusión de sangre o una relación sexual, y esto es algo que no se suele hacer con cualquiera. Es por esto que el cuidar al enfermo de AIDS es un deber de justicia que lleva consigo pocos riesgos. Y, si hubiera que correr alguno, ¿no vale la pena morir por haber ayudado a otros, en vez de morir después de haber vivido, egoísticamente, un poco más de años con mucho menos amor?

         La segunda barrera es el evitar los comportamientos que implican riesgo de contagio. Controlar que la sangre de las transfusiones no esté infectada, evitar el drogarse y compartir luego las jeringas usadas, abstenerse de relaciones sexuales con quien ya tiene al virus indeseado, son estrategias que hemos de enseñar y que están al alcance de todos (a no ser que creamos que el hombre es un animal que no puede controlar sus propios actos, y, en tal caso, de nada sirve ninguna educación preventiva...).

         Hay quienes, a pesar de los fríos datos de la ONU, siguen proponiendo el preservativo como solución a la difusión del VIH. De este modo, se va contra lo que la medicina ya ha dicho hace mucho tiempo sobre la poca utilidad del preservativo a la hora de evitar un embarazo. Y si consideramos que el virus del AIDS es mucho más pequeño que el espermatozoo del varón, la conclusión es obvia: cada relación sexual entre un sujeto sano y un sujeto infectado conlleva un riesgo mayor del 10 % de contagio. La cifra basta para sacar consecuencias inteligentes, si es que no hemos renunciado a pensar por nosotros mismos...

         El virus del AIDS puede seguir galopando a sus anchas mientras la medicina no encuentre una vacuna, y mientras no logremos evitar los comportamientos que ayudan a su difusión. Los médicos están haciendo su labor de investigación. Los ciudadanos normales, sanos o ya contagiados, también pueden hacer la suya. Hay que educar, sí, a los adolescentes y a los adultos sobre esta terrible enfermedad. Hay que enseñarles que un virus nunca debe ser tan fatal como para que olvidemos o despreciemos al hombre o mujer que tiene que llevarlo dentro de sus venas. Hay que decirles que vale la pena no cometer actos que puedan llevarnos a ser contagiados o a contagiar a otros, porque no queremos que nadie deba recorrer las amargas etapas de una enfermedad que no perdona. Una prevención inteligente debe contar con hombres y mujeres maduros y responsables de sus actos. Entre todos podremos acorralar al virus, y ayudar a sus actuales víctimas a sobrellevar dignamente y con amor su lucha, que es también la del género humano.


AutoresCatolicos.org