viernes, 5 de mayo de 2017

Cuando nos llega una persona con depresión.

Jorge González Guadalix
Los sacerdotes sabemos mucho de personas con depresión, especialmente mujeres, que intentan salir de su estado acudiendo a una dirección espiritual, a la oración, en definitiva, al apoyo de la fe.

Como a todos, me ha tocado atender en la parroquia, e incluso en hospitales psiquiátricos, a feligreses, sobre todo feligresas, con graves trastornos de depresión. Desde mi pobre experiencia de párroco y de lo mucho hablado con psiquiatras, dejo aquí unas notas por si pueden ser de utilidad.


No trivializar. La depresión es una de las cosas más serias que le pueden suceder a una persona. El depresivo se siente incapaz hasta de moverse, de salir, de entrar, de cualquier cosa. No nos sacudamos el problema con un “lo que tienes que hacer es salir y distraerte”. Qué más quisieran ellos que poder hacerlo.



No es un problema de fe. Hace poco una feligresa me decía que su depresión era por falta de fe, por falta de confianza, y que si de verdad creyera no le pasarían estas cosas. En absoluto. La depresión es una enfermedad, y una de sus consecuencias la pérdida de la autoestima que incluso les hace sentirse especialmente pecadores. No se le puede decir a un depresivo que su problema es que reza poco, porque esto es no conocer lo que le pasa. Es una enfermedad. Muy probablemente crónica, que necesitará tratamiento y vigilancia, posiblemente toda la vida, como le pasa a un diabético a una persona con hipotiroidismo.



Dos pistas de actuación. La primera es la de derrochar escucha y paciencia con ellos, que acuden con frecuencia al despacho y al confesionario para contarnos, entre lágrimas muchas veces, lo mal que están. No es fácil, porque estas situaciones nos superan, pero necesitan mucha paciencia, amabilidad, empatía, echar horas, y dejar que se sientan realmente apreciados y queridos. No es fácil para ellos e incluso en ocasiones ni sus familias los escuchan. Nosotros, que tanto hablamos de los pobres, ahí tenemos a alguien tan pobre, que ni su familia le escucha y que está harto de ser despachado bien con sal y pasea, o lo que tienes que hacer es rezar.



La segunda pista es conseguir que acudan al médico y se tomen la medicación. Lo tengo claro. Si un depresivo se confiesa, esa es la penitencia: médico y medicinas. Y no hay otra. E insisto en lo de tomar la medicación, porque lo primero que dicen es que pastillas no quieren, y sin embargo les son imprescindibles.



Pues esto es lo que yo hago. Y como siempre, ahí se lo dejo por si sirve. 



Blog de José González Guadalix

InfoCatólica (5.05.17)