miércoles, 7 de diciembre de 2016

La situación de la Iglesia es muy grave.


por Bruno Moreno Ramos    

La estrategia del avestruz de hundir la cabeza en tierra y negar la crisis en la que estamos inmersos es ridícula.
Después de más de dos años de escribir en mi blog la serie “Polémicas matrimoniales” en torno a los dos Sínodos de la Familia, en los que hemos visto a multitud de obispos pronunciarse como favorables al “divorcio católico”, a los anticonceptivos o a las parejas del mismo sexo, lo que más me sorprende es que constantemente aparece gente que me dice que “no pasa nada”, que las cosas “siguen igual”, que todo es un malentendido y que no hay que preocuparse.
Por un lado, creo que la estrategia del avestruz de hundir la cabeza en tierra y negar la crisis en la que estamos inmersos es ridícula. Por otro lado, sin embargo, entiendo que hay gente que sólo ha seguido de lejos la cuestión o no tiene la preparación necesaria para entender la gravedad de la situación, no sólo por la magnitud de la confusión creada, sino ante todo por la importancia de la materia a la que afecta esa confusión. Voy a intentar, pues, dar una idea resumida de la importancia de lo que la Iglesia se está jugando en este tema.
Sería imposible tratar en un artículo todos los casos, declaraciones, textos y sucesos concretos que han ido llevando a esta situación (muchos de los cuales ya traté en la serie Polémicas matrimoniales), así que me voy a limitar a analizar el hecho más importante y decisivo: la carta de los obispos de la Región Pastoral Buenos Aires sobre la interpretación de Amoris Laetitia, fechada el 5 de septiembre de este mismo año, y la carta del Papa Francisco, que aprueba esa interpretación. Esas dos cartas supusieron, a mi juicio, un punto de inflexión de toda esta crisis por la que está pasando la Iglesia. No parece que sea una casualidad que los dubia de los cuatro cardenales se presentaran unos días después de la fecha de dichas cartas. Como veremos, tras ambas cartas la confusión se hizo tan grande que la situación se tornó insostenible.
Generalmente, se piensa que la polémica suscitada en estos últimos años, que cristalizó en torno al Sínodo de la Familia, es principalmente una controversia sobre moral sexual o sobre los criterios para comulgar. No es así. Es cierto que las discusiones se han dado en ese campo específico, pero la cuestión que está en juego es mucho más profunda y tiene un alcance más general, porque afecta a uno de los principios básicos de toda la moral católica. Algunas de las posturas que se han mantenido pretenden destruir ese principio básico y, con él, la totalidad de la moral católica, que sería sustituida por algo completamente diferente.
Este principio fundamental es el que establece que existen acciones que son intrínsecamente malas. Es decir, hay cosas que no se pueden hacer nunca, sin importar las circunstancias o el fin buscado. Algunas de estas acciones intrínsecamente malas son, por ejemplo, matar a un inocente, adulterar, las relaciones sexuales contra natura, impedir la concepción mediante métodos anticonceptivos artificiales, etc. La encíclica Veritatis Splendor de San Juan Pablo II expuso magistralmente este principio fundamental de la moral católica, que siempre ha sido defendido por la Iglesia.
Como conductas intrínsecamente malas, estas acciones nunca se pueden llevar a cabo con conciencia recta. Son pecados graves objetivos, sin importar por qué, cuándo, cómo o con qué fin se realicen. Por lo tanto, la Iglesia nunca puede aprobarlas, ni explícita ni implícitamente, al margen de las circunstancias o intenciones (porque hacerlo sería aprobar el pecado grave, que destruye el plan de Dios para nosotros). La misión de la Iglesia siempre es anunciar al que las comete que esas acciones matan la vida de la gracia en su interior y que de suyo le llevan al infierno.
En la carta de los obispos de la Región de Buenos Aires, sin embargo, se promueve una interpretación de Amoris Laetitia que rechaza en la práctica este principio. Por ejemplo, se dice que:
“Si se llega a reconocer que, en un caso concreto, hay limitaciones que atenúan la responsabilidad y la culpabilidad (cf. 301-302), particularmente cuando una persona considere que caería en una ulterior falta dañando a los hijos de la nueva unión, Amoris laetítía abre la posibilidad del acceso a los sacramentos de la Reconciliación y la Eucaristía (cf. notas 336 y 351). Estos a su vez disponen a la persona a seguir madurando y creciendo con la fuerza de la gracia”.
Dejemos aparte el absurdo de pretender que, de alguna manera, el hecho de que alguien se acueste con quien no es su esposa es necesario para el bien de sus hijos. Incluso si aceptáramos ese despropósito, resulta evidente que esta afirmación es contraria a la moral católica, porque tiene un único mensaje: el fin justifica los medios. Para lograr un fin bueno (el bien de los hijos) se justifica un medio intrínsecamente malo (el adulterio). Se pasa así de una moral basada en la Verdad, que es Cristo, y en la ley moral que Dios ha puesto en el corazón de cada hombre a un subjetivismo exacerbado, en el que lo único que importa es si tengo o no buena intención. Sería muy difícil lograr un enfoque más opuesto a la moral que la Iglesia ha enseñado durante dos milenios.
De hecho, si se acepta ese nuevo criterio moral, desaparece por completo el concepto de pecado, porque el hombre, al pecar, siempre busca algún fin bueno. Hemos sido creados por Dios y nuestra voluntad, como enseñan San Agustín y Santo Tomás, solo puede ser movida por un bien. No se puede desear el mal en cuanto mal, sino solamente so capa de bien. Por lo tanto, si un fin bueno justifica el mal, todos los pecados quedan justificados. Todos. Pederastia, asesinato, anticonceptivos, fraude, explotación, crímenes de guerra, proxenetismo, corrupción, malos tratos… Ni un solo pecado seguiría siéndolo.
¿Hay algo que no me está contando, doctor?
Como es lógico, los autores se limitan a aplicar estos criterios (al menos por ahora) a los pecados que están de moda, que al mundo ya no le parecen realmente malos, como el adulterio, las relaciones entre personas del mismo sexo o el uso de anticonceptivos. ¿Alguien se imagina ese consejo aplicado a otros pecados? ¿Por ejemplo el asesinato o la pederastia? ¿Se atreverían los obispos argentinos a decir públicamente que, si un pederasta no arrepentido piensa que es bueno seguir abusando de niños “porque hay verdadero amor", se le debe admitir a la comunión? ¿O si se trata de un neonazi que da palizas a inmigrantes negros “por el bien del país"? Sería inimaginable que los obispos argentinos dijeran lo mismo en esos casos, a pesar de que el criterio que han utilizado sería igualmente aplicable. Eso nos indica que, tras su afirmación, se esconde una incoherencia básica.
La moral, sin embargo, exige coherencia y, por lo tanto, el nuevo principio moral de que el fin justifica los medios debería aplicarse a todas las cuestiones morales, desde el empresario que roba para que sus hijos vayan a un colegio caro hasta el mafioso que asesina por lealtad a sus compañeros en el crimen, desde el político corrupto que acepta sobornos para financiar su partido hasta el médico que realiza abortos para que las madres no sufran tanto estrés. La consecuencia inmediata sería que toda la moral de la Iglesia quedaría destruida.
De este modo, perderíamos la libertad de la Verdad de la Ley moral divina y seríamos esclavizados por la tiranía de la subjetividad. Al desaparecer los absolutos morales, habría que reescribir los mandamientos. En lugar de “no matarás”, deberíamos decir “no matarás a no ser que, por alguna razón, te parezca bueno hacerlo”, mientras que “no cometerás actos impuros” se convertiría (se convierte, literalmente, en la carta de los obispos argentinos) en “no cometerás actos impuros excepto si te parece que conviene cometerlos” para no caer en “una ulterior falta”. No es difícil ver que esto crea una moral completamente nueva, que nada tiene que ver con el catolicismo. De alguna forma y sin darse cuenta, los obispos firmantes de la carta están enmendando la plana a Dios, pretendiendo ser más misericordiosos que Él, como si el propio Padre de la Misericordia no supiera lo que hacía cuando nos dio esos mandamientos absolutos.
Toda la carta de estos obispos argentinos se mueve en ese plano subjetivo y ajeno a la realidad objetiva. Por ejemplo, se dice que “Siempre es importante orientar a las personas a ponerse con su conciencia ante Dios, y para ello es útil el «examen de conciencia» que propone Amoris Laetitia 300, especialmente en lo que se refiere a «cómo se han comportado con sus hijos» o con el cónyuge abandonado. Cuando hubo injusticias no resueltas, el acceso a los sacramentos es particularmente escandaloso”.
Dejemos de lado el hecho de que el primer deber para con los hijos es hacer la Voluntad de Dios y ser fiel al propio matrimonio, de modo que resulta superfluo preguntarse cómo se porta uno con sus hijos cuando está adulterando. Según la carta, el pecado mortal ya no sería el adulterio (que al mundo ya no le parece malo y que no impide recibir la comunión, como se explica en la misma carta), sino el “comportarse mal con los hijos” o abandonar al otro. Es decir, lo que haría verdaderamente malo y escandaloso al adulterio ya no sería el propio adulterio, sino las circunstancias de cómo se adultera. Esto se llama circunstancialismo moral y es otra enseñanza gravemente condenada por la Iglesia. En realidad, adulterar es en sí mismo un pecado grave, un comportamiento intrínsecamente malo, sean cuales sean las circunstancias, y un “examen de conciencia” en esa situación lleva necesariamente a reconocer ese pecado, sin importar lo amistosa que haya sido la ruptura o lo que uno se preocupe por sus hijos. El adulterio, digámoslo una vez más, es suficiente para destruir la vida de la gracia en una persona y, si una persona está adulterando, el hecho de que se porte bien con sus hijos y haga todas las buenas obras del mundo no puede devolverle la gracia de Dios.
Por otra parte, la carta se contradice de forma constante a sí misma, porque sólo por medio de la contradicción se puede justificar lo injustificable. Dice, por ejemplo, que “el sacerdote que acoge al penitente […] acepta su recta intención y su buen propósito de colocar la vida entera a la luz del Evangelio y de practicar la caridad (cf. 306)”. Sin embargo, como hemos visto, de hecho unos párrafos más abajo se asume que no hay conciencia recta, sino que algunos de esos penitentes de los que se está hablando no están dispuestos a hacer lo que Dios quiere… y sin embargo el resultado que prevé la carta es igualmente el acceso a la Eucaristía.
Del mismo modo, se afirma en un párrafo que se está siguiendo lo enseñado por San Juan Pablo II (“según la enseñanza de san Juan Pablo II”) sobre la vida en continencia de los divorciados en una nueva unión, pero en realidad se está negando esa enseñanza en el mismo párrafo, al decir que “se puede” (en lugar de se debe) “proponer el empeño de vivir en continencia” y solamente cuando “las circunstancias concretas de una pareja lo hagan factible” (otra vez el circunstancialismo o situacionalismo moral, como si la gracia de Dios no hiciera siempre posible evitar el pecado mortal).
Como ha enseñado siempre la Iglesia, lo que se le debe decir a alguien que comete de forma habitual cualquier pecado grave es que debe dejar de hacerlo. Hay que explicarle que, incluso si cree que está bien, su conciencia es errónea y, como católico, debe aceptar lo que le enseña la Iglesia sobre ese tema moral. No hay otro consejo posible. Y si el pecador no se arrepiente, hay que decirle que no puede comulgar, porque, o bien no cree lo que enseña la Iglesia sobre ese pecado grave (y entonces no debe comulgar por no compartir la fe de la Iglesia) o bien lo cree pero no quiere enmendarse (y entonces tampoco debe comulgar). Y si ese pecado es público, como en el caso (entre otros) de los divorciados que permanecen en una nueva unión, entonces es la misma Iglesia la que no puede permitirle comulgar, por su bien y el del resto del pueblo cristiano.
Ciego que guía a otros ciegos
Ciertamente, eso no significa abandonar al pecador que no está arrepentido. Hay que ayudarlo a que se convierta, aconsejarlo que rece, que vaya a Misa, que pida a Dios ayuda. Habrá que decirle que Dios le quiere y desea su bien y animarle a que no desespere porque Dios puede hacer milagros y darle la fuerza para salir del pecado, aunque a él le parezca imposible.
En cambio, decirle que puede seguir pecando gravemente y a la vez comulgando es “acompañarlo” también, pero acompañarlo en el mal, por el camino que lleva a la perdición, tranquilizarlo diciéndole que, en realidad, el pecado mortal no es tan malo, que eso de arrepentirse de algo que le separa eternamente de Dios no es tan urgente, que ya lo hará cuando sienta que le apetece de verdad. Digámoslo con claridad: eso es lo que hacen los demonios. Si un ciego guía a otro ciego, los dos caerán en el hoyo.
Siendo gravísimo que este grupo de obispos argentinos promuevan una moral cuyos principios máximos son que el fin justifica los medios y el circunstancialismo, esto no es lo más grave de la situación en la que nos encontramos. No sería la primera ocasión en que un grupo de obispos se aleja de la moral de la Iglesia. Por ejemplo, después de la publicación de la encíclica Humanae Vitae de Pablo VI, que reiteraba la enseñanza de la Iglesia sobre la inmoralidad del uso de anticonceptivos, varias Conferencias Episcopales (como las de Bélgica, Austria o Canadá) publicaron documentos rechazando de forma más o menos frontal esa enseñanza, por no hablar de casos similares en la crisis arriana o en tiempos de las herejías monofisita, nestoriana o protestante.
Lo más grave es que una carta del Papa Francisco parece aprobar esa interpretación de Amoris Laetitia, dándola por buena. En efecto, en una carta fechada el mismo día que la de los obispos bonaerenses y dirigida al Delegado de la Región Pastoral Buenos Aires, el Papa dijo:“El escrito es muy bueno y explicita cabalmente el sentido del capítulo VIII de Amoris laetitia. No hay otras interpretaciones. Y estoy seguro de que hará mucho bien”.
Es decir, no sólo se aprobaba la interpretación realizada por los obispos argentinos, sino que se señalaba que no había otra interpretación posible. Parecería, por lo tanto, que se estaba rechazando una interpretación ortodoxa de Amoris Laetitia, en continuidad con el magisterio anterior de la Iglesia. Es difícil sobrestimar la gravedad de esta afirmación por parte del Papa: el Sucesor de Pedro aprobando una interpretación de uno de sus propios documentos frontalmente contraria a un principio fundamental de la moral católica.
No resulta fácil saber qué grado de autoridad tiene esta carta, porque se sale de las formas de actuar habituales. Como han señalado diversos prelados, si (per impossibilem) un Papa pretendiera llevar a cabo un cambio tan radical en la doctrina católica, como mínimo debería hacerlo de forma explícita, específica y clara, en un documento del máximo rango destinado a la Iglesia universal. Nunca en una nota a pie de página o en una carta que ni siquiera lleva membrete ni número de protocolo, dirigida a los obispos de una región de un país, que no se sabe si es pública o privada, redactada en términos generales y cuyo grado de autoridad es incierto. Y menos mientras siguen en vigor textos como el Catecismo de la Iglesia Católica, el Código de Derecho Canónico o todo el magisterio anterior (encabezado por la Veritatis Splendor), que rechazan frontalmente esta postura.
La carta, pues, se une al lenguaje ambiguo de la Amoris Laetitia y a toda la confusión creada en torno al Sínodo por multitud de prelados que defienden abiertamente el divorcio para los católicos (ya sea directamente como un “acercamiento personal a Dios” o después de un “camino penitencial” que de alguna forma lo justificaría), así como los anticonceptivos o las parejas del mismo sexo. Esta situación de enorme confusión ha dado lugar a que, en gran parte de la Iglesia, se abra de hecho la comunión a personas que están decididas a seguir adulterando. El modus operandi de los que defienden esta postura parece ser la confusión, las insinuaciones y las afirmaciones vagas que nunca se explican. Quizá porque, cuando se explican, como en la carta de los obispos bonaerenses, inmediatamente se pone de manifiesto que se basan en principios morales que no son católicos, como el de que el fin justifica los medios.
En dirección contraria, importantes prelados como el cardenal Müller o Mons. Chaput han seguido la forma de actuar tradicional de la Iglesia y han interpretado la Amoris Laetitia en continuidad con el magisterio anterior. Es decir, adaptando cualquier afirmación confusa a lo enseñado por las encíclicas Familiaris Consortio y Veritatis Splendor, a los dogmas de Trento y un largo etcétera de documentos magisteriales mucho más claros y coherentes unos con otros. Estos prelados, sin embargo, son acusados de “ir contra el Papa”, causar “un cisma”, tener una mentalidad “rigorista” y no ser suficientemente “misericordiosos”. De nuevo, las acusaciones son vagas y nunca explicitan qué es lo que hacen mal estos prelados, que se limitan a transmitir lo que a su vez recibieron y lo que siempre ha enseñado la Iglesia.
La situación, pues, es insostenible. Es imposible que algunos documentos y Papas de la Iglesia enseñen una cosa en un asunto gravísimo y fundamental, a la vez que otros documentos de un Papa, seguido por muchos obispos, parezcan enseñar lo contrario, fomentando, en la práctica, que muchas diócesis admitan una especie de “divorcio católico” basado en la negación de principios morales y teológicos básicos. No podemos seguir así. Resulta innegable que estamos en un momento muy grave de la historia de la Iglesia. No se trata de dos posturas que discrepan sobre temas secundarios o prudenciales, sino un enfrentamiento que toca al mismo núcleo de la moral católica.
No es extraño, por lo tanto, que los cuatro cardenales hayan presentado sus dubia al Papa Francisco para lograr, al menos, un poco de claridad. El hecho de que se les critique e insulte por pedir esa claridad es también una señal de la gravedad de la crisis en la que estamos inmersos. Dios ilumine al Papa y a los obispos y nos ilumine también a nosotros, porque estamos muy necesitados de esa luz.


Blog Espada de doble filo (6/12/16)