lunes, 6 de junio de 2016

¿Seremos cyborgs? No es teoría: ya está aquí, ya hay una persona en el mundo cuyo pasaporte reconoce que no es del todo humano.

por Marcelo López Cambronero.
Neil Harbisson nació con una extraña enfermedad denominada “acromatopsia” o “monocromatismo”, un problema congénito que le impide ver colores más allá del blanco, el negro y las tonalidades del gris.
En el año 2003 se empeñó en reunir a diversos científicos, médicos y programadores convenciéndoles para iniciar un proyecto novedoso: crear un dispositivo capaz de transformar los colores en sonidos que, además, modularan su volumen según la intensidad de los pigmentos.
El prototipo ganó diferentes premios internacionales y fue considerado uno de los mejores ejemplos de innovación tecnológica.
Sin embargo, lo que verdaderamente cambió la vida de Neil y, también, su proyección pública, fue la decisión de implantarse una versión avanzada del artefacto integrándolo en los huesos del cráneo y en su estructura cerebral, de manera que comenzó a percibir los colores como sonidos directamente en el cerebro a través de una antena que le sobresale de la cabeza.
Como tantos jóvenes, tenía un deseo explícito por alcanzar notoriedad, para lo que utilizó este elemento que le hace tan peculiar.
Cuando tuvo que renovar su pasaporte exigió a las autoridades británicas que le permitieran aparecer en la fotografía con su antena, e interpretó la aceptación como el reconocimiento oficial de su condición de cyborg.



La particularidad de Neil es exagerada por sus seguidores y por todo un aparato de mercadotecnia muy bien dirigido.

De hecho, la implantación de elementos tecnológicos en nuestro cuerpo por motivos médicos es algo habitual: desde los marcapasos a los implantes cocleares que suministran impulsos electrónicos directamente al nervio auditivo y permiten así escuchar a quienes sufren serios daños auditivos.
Sin embargo, Neil ha sabido explotar su situación a través de conferencias, exposiciones de arte en las que “pinta” canciones populares e incluso un vídeo dirigido por el español Rafel Duran Torrent que ganó los 200.000 dólares del primer premio en la Forus Forward Film.
Ustedes pueden verlo y ya me dirán cuál es el mérito de este cortometraje aparte del efecto publicitario que produce la efigie de nuestro protagonista: Cyborg Foundation
En todo caso, las pretensiones ideológicas del estrecho círculo de personas que colaboran en la citada fundación sí que nos deberían hacer meditar.
Su argumento principal a favor del derecho de cualquiera a convertirse en un cyborg es que todo el mundo debería tener la posibilidad de mejorar sus sentidos, porque esto amplía y profundiza nuestro conocimiento del entorno.
Creo que exageran, por ejemplo, las ventajas de poder ver los rayos ultravioleta, pero lo más importante es que el horizonte de la transformación de personas en cyborgs supone modificar o sustituir elementos físicos por instrumentos tecnológicos insertados directamente sobre nuestros huesos y conectados al sistema nervioso.
Aparece así un nuevo mercado al que podemos acudir para complementar nuestras capacidades (físicas o intelectuales) con el objetivo de “mejorarnos”.
Es un mercado que, por supuesto, estará al alcance de quienes puedan pagarlo y que otorgará ventajas competitivas en distintos ámbitos y entre el entorno laboral, porque los cyborgs podrían ser preferidos por los empresarios debido a sus cualidades.
Al lado de estas propuestas y en la misma dirección se encuentran los avances en “Inteligencia Avanzada”, que se suceden en los últimos años.
A finales de 2012 un equipo dirigido por el Doctor Theodore Berger de la Universidad del Sur de California introdujo en el cerebro de una serie de ratas implantes de memoria artificial.
En la Universidad de Tel Aviv (Israel) un grupo de investigación ha tenido varios éxitos en la sustitución de partes del cerebro de roedores por elementos cibernéticos.
Todavía más allá, en una universidad del sur de China se realizó una curiosa competición: se preparó un laberinto en el que se fueron introduciendo dos grupos de ratas.
Uno de ellos estaba “equipado” con un chip en el cerebro que aumentaba la velocidad en el procesamiento de datos y el otro no.
Las ratas preparadas con el sistema cibernético de Inteligencia Aumentada dieron toda una lección a las “naturales”.
Pero, ¿saben cuál es el problema de fondo? Que para ser felices, o para seguir soñando con serlo, seríamos capaces de hacer cualquier cosa, hasta convertirnos en esclavos del mercado.
No debe extrañarnos. Quien no ha conocido una experiencia de amor que le ha cambiado la vida, quien no se ha encontrado con Cristo, solo cuenta con la pequeña satisfacción, momentánea, del consumo.
Va de aquí para allá ilusionándose y desilusionándose con cada nueva compra, que le permite un ligero y fugaz placer. Fugaz, pero bastante, porque no tiene otra cosa.
Mientras, el mercado le promete que, aunque ningún objeto logre satisfacerle más de unos minutos, siempre le ofrecerá novedades con las que continuar su ciego y absurdo camino durante toda la vida.
Ahora esta oferta va todavía más allá: la modificación física y mental del ser humano para imbricar la tecnología en su propia carne, transformando su aspecto y, tal vez, hasta su identidad.
¿Abriremos la puerta a esta carrera, que puede amenazar con la extinción de nuestra especie (sustituida por una naturaleza cyborg modificada artificialmente), sólo por aumentar los elementos que pueblan el escaparate de las tiendas?


Aleteia (5/6/16)