jueves, 9 de junio de 2016

Ruptura matrimonial: La posibilidad de una revelación


Demasiado a menudo falta el discernimiento que da validez al matrimonio.
por Louis Charles

La proliferación del fracaso matrimonial en el mundo católico es muestra de ello: cada vez más matrimonios supuestamente válidos sacramentalmente se revelan como inválidos, por no viables, por razones que, a menudo, superan la buena voluntad y la sinceridad de los involucrados.
El balance pastoral de muchos sacerdotes es claro: la mayoría de los matrimonios, sacramentales en las formas por su celebración, no son válidos por falta de reflexión por parte de al menos uno de los cónyuges. Así lo aseguran muchos sacerdotes en privado. Pero es un secreto a voces…
Sin embargo, en una sociedad de consumo donde el consumismo impregna las personalidades hasta lo más recóndito de su psicología, de su afectividad y de su inconsciente, ¿no debería sorprendernos más lo contrario?
¿Cuántas parejas de prometidos hacen una clara distinción entre “amar” y “estar enamorado”?
A esto hay que añadir la demasiado frecuente ausencia de esa madurez psicológica y espiritual que, normalmente, crece con el paso de los años y que es el objeto mismo de la educación.
Hoy día, de hecho, y sobre todo en ciertos círculos sociológicamente católicos, la educación se confunde pura y simplemente con el éxito académico.
Y es un éxito académico que, además, implica aflojar en el estudio de lo que llamamos “humanidades”, que tienen precisamente por propósito comprender mejor la naturaleza humana y, así, comprenderse mejor a uno mismo.
Es un éxito académico que monopoliza la mayor parte del tiempo, acapara toda la atención y desacredita a todo aquello que es gratuito: la vida interior y la vida relacional.
Corolario: más tiempo para la vida de oración y, sobretodo, más motivos para consagrarle tiempo. Más tiempo para consagrar a los demás, más tiempo para soltar lastre y más tiempo para “prestar los oídos del corazón a la voz del Señor”.
La madurez espiritual que uno podría esperar encontrar en los círculos católicos y que se adquiere por medio de la oración, la lectura paciente y la meditación regular sobre textos literarios, bíblicos y teológicos, prácticamente ha desaparecido.
Las consecuencias de esta atrofia de libertad interior son tanto más trágicas en el caso de esos católicos que, contrariamente a la mayor parte de sus contemporáneos, viven en el matrimonio un acuerdo indisoluble.
Sí al divorcio, ¡pero antes del matrimonio!
¿Cómo ser libre cuando aún no se es ni el esbozo de uno mismo? Con demasiada frecuencia, en efecto, la personalidad de los aspirantes a casarse por la eternidad no está ni lo suficientemente consolidada ni lo suficientemente reafirmada.
¡Dichosos los que han podido descubrir progresivamente sus propias contradicciones y han ido tomando conciencia de sí mismos a medida que han acumulado desengaños sentimentales!
¡Dichosos los que se han descubierto a sí mismos antes de casarse y no después!
A fuerza de repetir los mismos patrones de fracaso, quizás terminemos por comprender hasta qué punto el miedo a no ser amado puede parasitar el juicio y acortar, si no eliminar, la fase de libre introspección, tan incierta como indispensable.
El miedo a estar solo o sola explica que uno (o una) pueda instintivamente abstenerse de cerrar una ventana de oportunidades.
Este modo de funcionar, inconsciente, no hace gala en absoluto de una sinceridad de los intereses. Pero, ¿cuántos hay que aún no se conocen lo suficiente como para comprender las fuerzas que motivan su comportamiento? ¿Cuántos son todavía, sin ser conscientes, apenas un boceto de sí mismos?
Por el contrario, un seminarista dispone de al menos siete años de reflexión para alcanzar cierta claridad sobre sí mismo, es decir, sobre quién es y sobre cuál es su vocación…
Bienaventurados aquellos que han conocido el divorcio antes del matrimonio y que, con él, descubrieron quiénes eran en realidad y qué es lo que querían. Pero, ¿cuántos vieron la luz de sí mismos sólo después de haber recibido el golpe?
El fracaso conyugal, ¿un apocalipsis?
El fracaso de un matrimonio no puede vivirse menos que como una tragedia, puesto que lo es. Y más aún cuando hay niños de por medio.
Podemos intentar vivirlo lo mejor que podamos, es decir, haciendo el menor daño posible, pero no hay éxito en el divorcio. Las consecuencias y las secuelas no desaparecen por arte de magia.
Desgraciadamente, a veces la desesperación es tal que se vive la ruptura como el fin del mundo, como si fuera el apocalipsis.
Pero también hay una oportunidad en este apocalipsis en el sentido profundo del término: en el sentido de una revelación de las cosas que estaban ocultas hasta ese momento.
Como en toda crisis, el fracaso de un matrimonio puede suponer también la revelación de una serie de verdades que hasta entonces habíamos ocultado más o menos o que ignorábamos sinceramente.
Puede ser la oportunidad de descubrir que nos habíamos dejado llevar por nuestras ilusiones. Que la realidad no se corresponde con la imagen que nos habíamos hecho de ella. Que el otro no es el otro que imaginábamos y que nosotros mismos no somos quienes creíamos ser.
Esta herida abierta, fuente de tanto sufrimiento, también puede ser una grieta por donde entre la luz. Quien creyó saber lo que quería y lo que necesitaba para ser feliz tal vez descubra que lo que quería no era realmente lo que necesitaba.
Esta es la oportunidad de entender que el refrán que dice que “si quieres ser bien servido, sírvete a ti mismo” no es siempre cierto. Cuando nuestros deseos son ilusiones, es más bien lo contrario. En este caso, más que servirnos, nos esclavizamos a nosotros mismos.
El sufrimiento en sí está a la medida de la esperanza depositada en el matrimonio. Aporta la medida del anhelo de amar y ser amado, presente en el corazón de todo ser humano.
El fracaso subraya cruelmente la desproporción entre la necesidad de ser amado perfectamente y la imperfección del amor humano.
Pone de manifiesto que el deseo de ser amado es un deseo infinito que nadie en la tierra será capaz jamás de llenar por completo.
“¿Quién podrá colmar los deseos de mi corazón, responder a mi petición de un amor perfecto? ¿Quién si no tú, Señor, Dios de toda bondad, si tuyo es el amor absoluto de toda la eternidad?”, se preguntaba san Agustín.
El fracaso de un matrimonio, a pesar de todas las tragedias que lo acompañan, puede ser una paradójica “fortuna”: la posibilidad de descubrir lo que estaba oculto y descubrirse de verdad a uno mismo.
Esta tragedia puede mostrarse como un apocalipsis, en el doble sentido del término, si nos ayuda a despedirnos de las ilusiones y a entender mejor que nuestra vocación fundamental no podrá realizarse plena y definitivamente si no es junto a Dios y que éste es el propósito único de nuestra existencia.
Como decía, una vez más, san Agustín: “Más cerca de ti, mi Dios, quiero descansar, nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti”.

Aleteia   8 junio, 2016