martes, 15 de marzo de 2016

Jesús, la mujer y la familia

Todas las dudas sobre la actitud de Jesús hacia la familia y el matrimonio caen si tenemos en cuenta todo el Evangelio, y no sólo los pasajes que convienen.
Raniero Cantalamessa


Isaías 43, 16-21;
Filipenses 3, 8-14;
Juan 8, 1-11.

El Evangelio del V domingo de Cuaresma es el episodio de la mujer sorprendida en adulterio a la que Jesús salva de la lapidación. Jesús no pretende con ello decir que el adulterio no es pecado o que es cosa de poco. Existe una condena explícita de ello, si bien delicadísima, en las palabras dirigidas al final a la mujer: «No peques más». Jesús no busca por lo tanto aprobar la acción de la mujer; intenta más bien condenar la actitud de quien siempre está dispuesto a descubrir y denunciar el pecado ajeno. Lo vimos la vez pasada, analizando la actitud de Jesús hacia los pecadores en general.

Pero ahora, como de costumbre, partiendo de este episodio, ampliemos nuestro horizontes examinando la actitud de Jesús hacia
el matrimonio y la familia en todo el Evangelio. Entre las muchas tesis extrañas apuntadas sobre Jesús en años recientes, también está la de un Jesús que habría repudiado la familia natural y todos los vínculos parentales en nombre de la pertenencia a una comunidad distinta, en la que Dios es el padre y los discípulos son todos hermanos y hermanas, y habría propuesto a los suyos una vida errante, como hacían en aquel tiempo, fuera de Israel, los filósofos cínicos.

Efectivamente hay en los evangelios palabras de Cristo sobre los vínculos familiares que a primera vista suscitan desconcierto. Jesús dice: «Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío» (Lc 14, 26). Palabras duras, ciertamente, pero el evangelista Mateo se apresura a explicar el sentido de la palabra «odiar» en este caso: «El que ama a su padre o a su madre... a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí» (Mt 10, 37). Jesús no pide por lo tanto odiar a los padres o a los hijos, sino no amarles hasta el punto de renunciar, por ellos, a seguirle.

Otro episodio que suscita desconcierto. Un día Jesús dijo a uno: « "Sígueme". Aquél respondió: "Déjame ir primero a enterrar a mi padre". Jesús le respondió: "Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios"» (Lc 9, 59 s.). ¡Oh, cielos! Ciertos críticos aquí se desatan. ¡Ésta es una petición escandalosa, una desobediencia a Dios, quien ordena atender a los padres; una clara violación de los deberes filiales!

El escándalo de estos críticos constituye para nosotros una prueba preciosa. Ciertas palabras de Cristo no se explican mientras se le considere un simple hombre, por más que sea excepcional. Sólo Dios puede pedir que se le ame más que al padre y que, para seguirle, se renuncie hasta a acudir a su sepultura. Por lo demás, desde una perspectiva de fe como la de Cristo, ¿qué aprovechaba más al padre del difunto: que su hijo estuviera en casa en aquel momento para sepultar su cuerpo o que siguiera al enviado de ese Dios a quien su alma debía ahora presentarse?

Pero tal vez la explicación en este caso es más sencilla aún. Se sabe que la expresión «Déjame ir primero a enterrar a mi padre» se usaba a veces (como se hace también hoy) para decir: «déjame ir a atender a mi padre mientras esté vivo; cuando muera, lo sepultaré y después te seguiré». Jesús pediría por lo tanto sólo no posponer por tiempo indeterminado la respuesta a su llamada. Muchos de nosotros, religiosos, sacerdotes y religiosas, hemos tenido que hacer la misma elección y a menudo los padres han sido los más felices por esta obediencia nuestra.

El desconcierto ante estas peticiones de Jesús nace en gran parte de no tener en cuenta la diferencia entre lo que Él pedía a todos indistintamente y lo que pedía sólo a algunos llamados a compartir su vida enteramente dedicada al reino, como sucede hoy en la Iglesia.

Hay otros dichos de Jesús que se podrían examinar. Alguno hasta podría acusar a Jesús de ser el responsable de la proverbial dificultad entre suegra y nuera para ponerse de acuerdo, porque dijo: «He venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra» (Mt 10, 35). Pero no es Él quien separará; será la actitud diferente que cada uno adoptará en la familia respecto a Él lo que determinará esta división. Un hecho que se verifica dolorosamente también hoy en muchas familias.

Todas las dudas sobre la actitud de Jesús hacia la familia y el matrimonio caen si tenemos en cuenta todo el Evangelio, y no sólo los pasajes que convienen. Jesús es más riguroso que nadie acerca de la indisolubilidad del matrimonio, subraya con fuerza el mandamiento de honrar al padre y a la madre, hasta condenar la práctica de sustraerse, con pretextos religiosos, al deber de asistirles ( Mc 7, 11-13). Cuántos milagros realiza Jesús precisamente para salir al encuentro del dolor de padres (Jairo, el padre del epiléptico), de madres (la cananea, o la viuda de Naím), o de parientes (las hermanas de Lázaro), por lo tanto, para honrar los vínculos de parentesco. Él incluso en más de una ocasión comparte el dolor de parientes hasta llorar con ellos.

En un momento como el actual, en que todo parece conspirar para debilitar los vínculos y los valores de la familia, ¡ya sólo faltaría que pusiéramos contra ella también a Jesús y el Evangelio! Pero ésta es una de las muchas extrañezas sobre Cristo que debemos conocer para no dejarnos impresionar cuando oigamos hablar de nuevos descubrimientos sobre los evangelios. Jesús ha venido a devolver al matrimonio a su belleza originaria (Mt 19, 4-9), para reforzarlo, no para debilitarlo.