jueves, 14 de noviembre de 2013

El pudor


Que su elegancia no sea el adorno exterior –consistente en peinados rebuscados, alhajas de oro y vestidos lujosos– sino la actitud interior del corazón, el adorno incorruptible de un espíritu dulce y sereno. Esto le vale a los ojos de Dios. Así se adornaban en otro tiempo las santas mujeres que tenían su esperanza puesta en Dios y respetaban a sus maridos, (1Pe 3,3-5)
La castidad es una virtud que, bajo la moción de la caridad, orienta y modera santamente el impulso genésico humano, tanto en sus aspectos físicos como afectivos. Implica, pues, en la persona libertad, dominio y respeto de sí misma, así como caridad y respeto hacia los otros, que no son vistos como objetos, sino como personas. Es la castidad una gran virtud, incluida en la templanza, y es por tanto en la personauna fuerza espiritual (virtus), una inclinación buena, una facilidad para el bien propio de su honestidad, y consiguientemente una repugnancia hacia el impudor y la lujuria que le son contrarios.

Y el pudor es un aspecto de la castidad. Mientras la castidad modera el mismo impulso genésico, el pudor ordena más bien las miradas, los gestos, los vestidos, las conversaciones, los espectáculos y medios de comunicación, es decir, todo un conjunto de circunstancias que se relacionan más o menos con aquel impulso sexual.
Por eso dice Santo Tomás que «el pudor se ordena a la castidad, pero no como una virtud distinta de ella, sino como una circunstancia especial. De hecho, en el lenguaje ordinario, se toma indistintamente una por otra» (STh II-II, 151,4). Y Pío XII enseña que el sentido del pudor consiste «en la innata y más o menos consciente tendencia de cada uno a defender de la indiscriminada concupiscencia de los demás un bien físico propio, a fin de reservarlo, con prudente selección de circunstancias, a los sabios fines del Creador, por Él mismo puestos bajo el escudo de la castidad y de la modestia» (Discurso 8-XI-1957). Juan Pablo II, en su notable serie de alocuciones sobre El amor humano en el plan divino, nos dejó preciosos textos sobre el pudor, sobre todo en los discursos habidos entre 16-04-1980 y 6-05-1981.
La mayoría de los lectores de este blog tienen, probablemente, una cierta idea de la castidad. Pero quizá muchos de ellos, en cambio, apenas han recibido nunca el Evangelio del pudor. Viven en Babilonia, o si se prefiere, en Corinto, y no se dan cuenta a veces de las enormes dosis de impudor que han ido asumiendo sin mayores problemas de conciencia. Y esto, lo sepan o no, lo crean o no, lo quieran o no, trae para ellos y para otros pésimas consecuencias.
La extraña doctrina del pudor, apenas conocida y apreciada en el mundo pagano, llega al conocimiento de los pueblos por la Revelación bíblica, en relación con el pecado original. La Biblia, en efecto, presenta la vergüenza de la propia desnudez como un sentimiento originario de Adán y Eva, como una actitud cuya bondad viene confirmada por Dios, que «les hizo vestidos, y les vistió» (Gén 3,7.21). Quedarse, pues, en público casi des-vestidos es algo contrario a la voluntad de Dios, es algo perverso. Ésta ha sido la fe constante de Israel y de la Iglesia de Cristo.
Ciertas modas en el vestir, ciertos espectáculos, ciertas playas y piscinas, en las que casi se elimina totalmente ese velamiento del cuerpo humano querido por Dios, son inaceptables para los cristianos, que solamente los aceptan cuando se avergüenzan de su fe y caen en una apostasía explícita o implícita. Son costumbres mundanas, paganas, ciertamente contrarias, como lo comprobaremos con el favor de Dios, a la antigua enseñanza de los Padres y a la tradición cristiana, que venció el impudor de los paganos.
La desnudez total o parcial –relativamente normales en el mundo greco-romano, en termas, teatros, gimnasios, juegos atléticos y orgías–, fue y ha sido rechazada por la Iglesia siempre y en todo lugar. Volver a ella no indica ningún progreso –recuperar la naturalidad del desnudo, quitarle así su falsa malicia, etc.–, sino una degradación. Es un mal, pues «el mal es la privación de un bien debido», en este caso el vestido (STh I,48,3).
Es una indecencia que hombres y mujeres se muestren semi-desnudos en público. Aunque esa costumbre esté hoy moralmente aceptada por la gran mayoría, también de los cristianos, sigue siendo mundana, anti-cristiana. Jesús, María y José de ningún modo aceptarían tal uso, por muy generalizado que estuviera en su tierra. Y tampoco los santos. Como tampoco lo aceptan hoy, en la vida religiosa o laical, los mejores fieles cristianos.
Ocasión próxima de pecado. Es prácticamente imposible que alguien asuma, en sí mismo o en la contemplación de los otros, ese alto grado de desnudez –sin pecado de impureza, o al menos sin peligro próximo, propio o ajeno, de incurrir en él, según aquello de Cristo: «todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5,28), y –sin pecado de vanidad positiva, orgullo de la belleza propia, o negativa, pena por la propia fealdad, lo que viene a ser lo mismo.
Por otra parte, aunque una persona se viera exenta de las tentaciones aludidas –cosa difícil de creer, al menos si su constitución psico-somática es normal–, en todo caso hace un daño al bien común espiritual apoyando activamente con su conducta una costumbre mala, que es ciertamente para la mayoría de los prójimos una ocasión de muchas tentaciones, y que, desacralizando la intimidad personal, devalúa el cuerpo, y consiguientemente la persona misma, ofreciendo su vista a cualquiera.
José María Iraburu